Parte 167

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27 de septiembre, 06:45 AM

Ha llegado el momento de que nuestra compañía se separe. Seguramente a estas horas ya no esté en posesión de este diario.

El sol está menguando, llenando el cielo con una luz tenue que se cuela por las ventanas rotas del monasterio. Todo está en calma, demasiado tranquilo, mientras el viento sigue soplando a través de los pasillos vacíos. Aquí, entre estas paredes viejas y olvidadas, se siente como el fin de la línea.

Claus, Sanzo, Silvia y yo hemos pasado la noche en este lugar, pero ahora es el momento de seguir adelante... o más bien, es el momento de que ellos sigan adelante.

Me levanto del suelo con una leve punzada de dolor en el brazo. El veneno sigue extendiéndose lentamente por mis venas, lo puedo sentir. Lo que antes eran finas líneas negras ahora se han convertido en ramificaciones profundas que recorren mi piel como raíces podridas.

Me giro hacia Claus. Me acerco a él con la escopeta en la mano, la misma que me ha acompañado desde el principio. Claus me mira con una mezcla de respeto y tristeza en los ojos, aunque su expresión sigue siendo dura como el acero.

—Claus. —Digo mientras extiendo el arma hacia él. —Vas a tener que cuidar de ellos a partir de ahora. Sanzo y Silvia te necesitarán.

Él mira la escopeta por un segundo antes de alargar la mano y tomarla. El peso de la responsabilidad parece caer sobre sus hombros de inmediato. Sabe lo que significa este gesto.

—Te doy mi palabra, muchacho. —Dice Claus, con la voz grave. —Cuidaré de ellos. Lo prometo.

Antes de que pueda decirle algo más, me entrega su hacha, dedicándome una calurosa sonrisa. A la cual no sé qué responder.

Si alguna vez pensé mal de este hombre, le pido perdón. Claus, me equivoque contigo.

Nos damos la mano en silencio, el apretón fuerte, como una promesa que no necesita más palabras. Y entonces se aparta.

Luego me giro hacia Silvia. Ella está temblando, los ojos enrojecidos y las lágrimas cayendo en cascada. Desde que todo pasó, no ha dejado de llorar. Lo sé... en el fondo, cree que es su culpa.

—Silvia... —Murmuro, acercándome a ella. Sus hombros se sacuden con los sollozos, y apenas puede levantar la vista hacia mí. —Esto no es culpa tuya. Si crees que te salvé por obligación, te equivocas. Lo hice porque quise, porque eso es lo que hacemos por la gente que nos importa.

Ella trata de decir algo, pero las palabras no salen. Solloza de nuevo, y de repente, sus brazos están alrededor de mi cuello, abrazándome con tanta fuerza que me cuesta respirar. No digo nada. Solo la abrazo de vuelta, intentando transmitirle todo lo que no puedo decir en voz alta. Ella tiembla entre mis brazos, y en ese abrazo encuentro una especie de paz, como si al final de todo, lo que he hecho hubiera valido la pena.

—No llores más... —Susurro, aunque sé que es imposible.

Nos separamos lentamente, y me quedo observándola, grabando su rostro en mi memoria. Se que nunca nos hemos llevado bien ni hemos sido los mejores compañeros, pero después de todo... me apena decir que esta será la última vez que la vea.

Finalmente, me vuelvo hacia Sanzo. Él está allí, observando la escena en silencio. No hay lágrimas en sus ojos, pero veo la lucha interna en su mirada. Nos acercamos el uno al otro sin decir nada. No necesitamos palabras.

Le entrego mi pistola y nos miramos a los ojos durante lo que parece una eternidad, y entonces, simplemente, nos abrazamos. Un abrazo fuerte, largo, que encierra todo lo que hemos vivido juntos.

—Buena suerte, hermano. —Susurra Sanzo al final, con una voz rasposa.

Asiento sin decir nada. Este es el tipo de despedida que no necesita más palabras.

Antes de que ellos se marchen, me acerco a Trueno, que está atado en uno de los muros del monasterio, observando con esos ojos que parecen entender más de lo que deberían. Me acerco despacio, acariciando su lomo.

—Has sido el mejor compañero que podía tener, amigo. —Le digo, acariciando su crin. Trueno resopla inquieto, como si no quisiera aceptar lo que estoy diciendo.

—Vas a tener que ir con ellos, amigo. —Le digo en voz baja. Finalmente me golpea con la frente en el pecho, a modo de despedida entendiendo que para mí es el final. Me ha parecido verle llorar.

Le doy una última palmada en el cuello, una despedida que parece definitiva. Guardo mi diario en una de sus alforjas y me alejo, dejando que Sanzo lo desate y lo lleve con ellos.

Luego me giro y observo cómo se preparan para marcharse. El aire está pesado, lleno de palabras no dichas, pero ellos están listos. Sanzo, Silvia y Claus me miran por última vez. No digo nada, simplemente asiento y les doy una señal con la mano.

Y entonces, los veo alejarse. Desaparecen entre los árboles, siguiendo el camino que yo ya no puedo recorrer.

Y así, el viaje continúa. Pero no para mí.

Apocalipsis Z: CaosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora