Parte 169

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En algún lugar entre las montañas

La luz del día se desvanecía, y las sombras del monasterio se alargaban mientras el sol caía tras las montañas. Dentro, rodeado de muros antiguos y escombros de barricadas improvisadas, el hombre se preparaba para su final. A lo largo del día había levantado lo que pudo: barreras hechas con bancos rotos, tablones viejos, y cualquier pedazo de escombro que pudo encontrar. Había cerrado huecos en las paredes y bloqueado puertas para contener el flujo de infectados que sabía vendrían en busca de su vida.

Con un hacha en su espalda y dos pistolas en su cinturón, su cuerpo dibujado por venas negras que serpenteaban como raíces oscuras bajo su piel, el hombre levantó su rostro hacia la campana del monasterio. El metal oxidado estaba allí, esperando que alguien le devolviera su voz. Con un esfuerzo final, subió y comenzó a hacerla sonar, el eco reverberando en el aire de la noche, extendiéndose como un grito de guerra hacia las criaturas que acechaban en las sombras.

Los infectados comenzaron a acercarse, como atraídos por la llamada de la campana. Decenas, luego cientos, sus cuerpos deformes y sus rostros vacíos iluminados por las primeras estrellas de la noche. Bajando del campanario, prendiendo fuego con la antorcha que oportunamente había preparado al gigantesco anillo de gasolina que había trazado en torno a su posición. Las llamas se elevaron, envolviendo la entrada y formando un muro incandescente rodeando la capilla entre él, y el resto del mundo. Ahora estaba solo, en un campo de batalla que había preparado para su despedida.

Los primeros infectados cruzaron las llamas, sus cuerpos envueltos en fuego mientras avanzaban sin detenerse, impulsados solo por su hambre incesante. Con una precisión mortal, él levantó sus pistolas y comenzó a disparar. Cada bala encontraba su marca, cada disparo era un corte certero en la marea de cuerpos que se abalanzaba sobre él. Pero las balas no durarían para siempre, y cuando el último cartucho se agotó, lanzó las pistolas a un lado y desenfundó el hacha que su compañero le había entregado antes de marcharse. Aferrándose al gastado mango, como única aliada en esta batalla final.

—¡Vamos! —Gritó, su voz resonando entre las paredes del monasterio mientras blandía el hacha con una fuerza sobrenatural, golpeando y destrozando a cada infectado que se le acercaba.

El acero cortaba carne y hueso, dejando tras de sí estelas de sangre oscura que manchaban las piedras del suelo. Su cuerpo, marcado por las venas negras de la infección, era una mezcla de resistencia y furia. Cada movimiento era una declaración de su voluntad de no caer sin pelear. Pero a medida que la horda seguía llegando, su fuerza comenzaba a menguar.

Algunos infectados lograron alcanzarlo. Sintió un mordisco en el hombro, luego otro en la pierna, desgarrándole la carne. Pero no cedió. Se deshizo de ellos con un rugido y siguió adelante, el hacha implacable, la mirada fija en sus enemigos. Los cuerpos caían a su alrededor, apilándose como montones de carne sin vida, pero más y más seguían viniendo.

Finalmente, exhausto, sintió cómo sus rodillas cedían y cayó al suelo. Su aliento era irregular, su visión borrosa. La infección, acelerada por el esfuerzo y las heridas, había avanzado rápidamente. Las venas negras cubrían ya la mayor parte de su cuerpo, y en ese momento, sintió el ardor en su pecho mientras la corrupción se extendía, obligándole a escupir un chorretón de sangre negra entre toses.

Con el poco aliento que le quedaba, miró a su alrededor. El fuego aún ardía, iluminando el caos y la destrucción. Los infectados se acercaban lentamente, rodeándolo, como si fueran conscientes de que el fin estaba cerca. Pero él no mostró miedo. En su rostro apareció una sonrisa, una última expresión de desafío.

Con una mano temblorosa, sacó un pequeño detonador de su bolsillo y lo sostuvo firmemente. Miró hacia el cielo, a través de los boquetes del techo, hacia las estrellas que asomaban entre las nubes, y cerró los ojos. En sus últimos segundos, sintió la paz. No habiendo podido desear un final mejor para su aventura.

Con un último suspiro, activó el detonador y echó la cabeza hacia atrás, permitiendo que una última sonrisa se dibujara en su rostro.

Y entonces, la explosión. El monasterio estalló en una tormenta de fuego y escombros, una ola de destrucción que arrasó con todo a su paso. Las llamas se elevaron, iluminando el cielo nocturno mientras una nube de humo y polvo se alzaba desde las ruinas. En medio de la devastación, todo se detuvo. Los infectados desaparecieron en el estallido, y el misterioso hombre encontró su descanso en el mismo fuego que él había desatado.

En algún lugar, más allá de este mundo, aquel hombre descansaba, habiendo peleado su última batalla con la valentía de aquellos héroes de antaño.

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⏰ Última actualización: Oct 29 ⏰

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