Capítulo 57

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P.O.V Michael

  Dos cosas son infinitas, el universo y la estupidez del hombre, y no estoy segura respecto al universo.

Aquel atardecer no difería mucho a los anteriores. Nada espectacular más allá de la naturaleza en sí, una espectacular paleta de colores anaranjados y rojizos en contraste a algunas manchas azuladas, el abrazante calor que comenzaba a disminuir con la entrada de la noche y de fondo el suave compás musical del oleaje que besaba con dulzura la blanquizca arena.

Y aún con todo ello, la calma no llegaba a su ser. Y es que, como había ocurrido con constancia los últimos días de su vida, sus pecados lo atormentaban con fervor, alimentando a sus demonios internos que crecían y lo absorbían a aquel abismo en el que se había convertido su existencia.

Y se cuestionaba aún si todo aquello había valido la pena. Es decir, ¿había valido la pena haber roto las ilusiones de una mujer maravillosa que no hacía nada más en el mundo más que amarlo?, ¿había valido la pena desaparecer del plano de su familia?, ¿había valido la pena hacerse odiar por sus padres?, ¿había valido la pena alejarse de toda creencia a la que antes se sujetaba con devoción?, ¿había valido la pena cada noche de insomnio pensando en ella, en la causante de su sufrimiento?, ¿había valido la pena darlo todo y no recibir nada a cambio?, ¿había valido la pena arruinar su vida por una señorita malcriada?

En eso se había convertido él, el antes grandioso Michael Clifford, se reducía ahora a nada. Quizá una simple marioneta del destino que no había estado preparado, y nunca lo estaría, para afrontar semejante situación. Estar, de alguna forma, atado a la peor mujer sobre la faz de la tierra y recibir a cambio, como muy merecido castigo, su rechazo.

No había momento en el que él no renegase de aquel maldito momento en el que había decidido subir a aquel tren que, más que llevarlo a Mónaco, lo había llevado a su perdición. Maldijo aquel primer encuentro, aquel en el que nunca se manejó exclusivamente un simple deseo, sino algo más allá contra lo que no pudo luchar y que ahora lo había derrotado por completo.

Recordaba todo a la perfección, como si estuviese tatuado en su mente y nunca jamás poder borrarlo, aquellas palabras, aquellas caricias, aquellas miradas... aquella mujer.

Aquella mujer que había estropeado su vida, desde el simple momento de entrometerse en ella. Y ahora, todo empeoraba.

Por un momento, él, ilusamente, había tenido esperanzas centradas en el vientre de ella, en aquella vida que llevaba en su interior. Era entonces como un último aliento para él, como la pequeña llama que se empeña en alumbrar la gran penumbra de la noche, sin embargo, aquella llama se había terminado de extinguir. Había bastado una simple bocanada de aire por parte de ella para romper por completo con todo aquello que alguna vez había sido Michael Clifford. Y ahora, ¿qué quedaba de él sino el recuerdo?

Michael Clifford lanzó una bocanada de aire a la cálida atmósfera. Abatido y lastimado, no se sentía apto siquiera para seguir respirando, cada latido dolía de sobremanera como un fuerte golpe que desgarraba cada órgano interno.
Sacó del bolsillo frontal de su camisa su cajetilla de cigarrillos, extrajo uno para encenderlo y llevarlo a sus labios por un breve momento. Últimamente, aquello resultaba ser un superficial pero único consuelo para sus terribles inquietudes. Liberó un halito de grisáceo humo y cogió entre sus manos aquella carta que había llegado por correspondencia.

Releyó por enésima vez los limpios garabatos que James; su representante, mejor amigo y el único que sabía su exacta ubicación en aquellos momentos; había plasmado en aquel pedazo de papel. Todo el día había estado pensando en su contenido, en aquella propuesta que parecía una grandiosa escapatoria a todos sus problemas. Aquellas letras que parecían descendidas del cielo mismo para él y para sus malditos problemas.

Señorita malcriada [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora