Capítulo 3

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-¿Qué haces aquí? -le preguntó antipática.

Ella no solía ser así, pero llevaba casi dos días sin dormir y el señor «soy el amo del mundo» le había amargado el vuelo. Aunque, si era sincera, tenía que reconocer que era increíblemente atractivo y que, bueno, al final se había disculpado. Pero no, estaba demasiado cansada y no le apetecía ser sociable.

-Me alojo en el hotel -contestó él formando una sonrisa. Estuvo tentado de añadir que era obvio, pero se mordió la lengua-. ¿Y tú? ¿También te alojas aquí?

-Es obvio, ¿no? -respondió Micaela quisquillosa mientras buscaba la llave en el enorme bolso.

Gonzalo se arrepintió de no haber hecho él ese comentario.

-No encuentro mi llave. ¿Por qué insisten en hacer estas tarjetas tan delgadas? ¿Qué tenían de malo las llaves de toda la vida?

-No tengo ni idea. -Gonzalo sonrió. Se dio cuenta de que hacía años que ninguna mujer lo había ignorado tanto, y si eso le hacía gracia, dedujo que era porque ya se había vuelto completamente loco-. ¿Quieres que te ayude?

No hace falta. -Ella seguía sin mirarlo-. ¡Eureka! -Sacó triunfal la tarjeta y abrió la puerta-. Buenas noches.

Iba a cerrar cuando Gonzalo volvió a hablar.

-¿Micaela?

-¿Sí?

-¿Vas a quedarte muchos días en Nueva York? -Como pregunta no era muy original, pero no se le ocurrió nada más.

-Sí. -Ella se mantuvo fiel a sus pocas ganas de confraternizar, a pesar de que él estaba siendo encantador.

-¿Podríamos salir a cenar algún día? -Hacía años que no le pedía una cita así a nadie. En el mundo en el que se movía todo era mucho más frío y mecánico-. Conozco bien la ciudad y...

-No, gracias -lo interrumpió-. Mira, Gonzalo, ¿te llamabas así, no? - Micaela sabía perfectamente cómo se llamaba, pero no pudo resistir la tentación. Esperó a que él asintiera y continuó-. La verdad es que voy a estar muy ocupada.

Gonzalo se quedó unos segundos sin saber qué contestar, ella ni siquiera había intentado disimular que le estaba mintiendo. Él sólo pretendía ir a cenar y charlar un rato con aquella chica. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer lo
atraía de ese modo tan repentino, pero al parecer eso sólo le estaba pasando a él.

-De acuerdo. -Dio un paso hacia atrás y entró en su habitación-. Espero que te guste la ciudad. Buenas noches.

-Buenas noches. -Ella cerró la puerta sin añadir nada más.

Micaela tiró el bolso encima de la mesa que había delante del televisor y se frotó la cara con las manos. Había sido muy antipática con Gonzalo.

Eso de fingir no acordarse de su nombre cuando él sólo intentaba ser amable había sido muy malo.

Pero conocía demasiado bien a los hombres como él como para sentirse culpable. Seguro que el tal Gonzalo era uno de esos ejecutivos agresivos con un sueldo demasiado alto, una agenda demasiado apretada, demasiadas mujeres repartidas por el mundo y ningún amigo ni hogar al que regresar.

De hecho, ella casi se había convertido en uno de ellos, excepto en lo de las mujeres, claro.

Micaela tenía veintiocho años, y había ido a Nueva York a hacer realidad su sueño. Se había anotado a un curso de cocina internacional que iban a impartir en la Gran Manzana los cocineros más famosos del mundo, incluidos los españoles.

Pero Micaela no era cocinera, aún no, ella era médico, especializada en cirugía cardiovascular.

Sus padres, el doctor Viciconte y la doctora Pérez-Prado, eran unas eminencias en sus profesiones; él, Hugo, era neurocirujano, y ella, Marcela, oncóloga. Ambos eran unos pésimos padres. Los doctores Viciconte y Pérez-Prado, nunca nadie los mencionaba por separado, habían tenido dos hijas, Micaela y Lara, que se habían criado con niñeras de casi todo el mundo y en los mejores colegios que el dinero podía pagar.

A fuego lento <<adaptada>>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora