Capítulo 46

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Gonzalo iba a responderle que en la del «amor», pero si ella no lo veía así, él jamás podría convencerla de lo contrario. Esperó a que acabara de contarle la historia.

—Y tampoco se que hacer con mi vida profesional. Creía que odiaba la medicina, pero no es asi, lo que odiaba era el tipo de médico en que me había convertido. La cocina me encanta, me gusta mucho, pero no tengo lo que hace falta para ser una gran cocinera. Estoy hecha un lío. 

—Tranquila, cariño —La abrazó—. Todo saldrá bien, ya lo verás.

Ella lloró unos segundos, pero en seguida se apartó.

—No quiero hacerte daño.

-No vas a hacérmelo. —Le dio un beso en los labios—. Micaa, te quiero. Mira, yo puedo quedarme aquí unas cuantas semanas más, y cuando haya nacido mi sobnnita, puedo volver. Cuando termines el curso de cocina, podríamos regresar juntos a Barcelona. —Vio que ella lo miraba con los ojos vidriosos—. O si quieres, podemos quedarnos aquí. A mí no me importa. Lo único que quiero es estar contigo. Yo puedo encontrar trabajo en cualquier parte.

—¿Y renunciarías a abrir tu propia empresa por mí? ¿Te alejarías de tu familia sólo para estar conmigo?

—Mica, te quiero —le repitió—. Juntos formaremos nuestra propia familia, y seguro que seguiré viendo a mis padres y mis hermanos.

—No puedo —dijo ella quebrándosele la voz—. No puedo. —Se levantó del sillón y se apartó de él. 

—¿No puedes qué? —preguntó un poco asustado.

—No puedo aceptarlo. —Le resbaló una lágrima, pero esta vez Gonzalo no estaba cerca para secársela.

—¿El qué? ¿Mi amor?

—No puedo, es demasiado. Ahora no puedo —farfulló Micaela, y otra lágrima se deslizó por su mejilla.

—Mica, mi vida, tranquila, juntos podemos enfrentarnos a cualquier cosa. Si me quieres, seguro que saldremos adelante.

Ella no dijo nada, y él trató de mirarla a los ojos, pero la joven apartó la mirada. Gonzalo sintió cómo se le paraba el corazón. Micaela no lo quería. Se levantó como un autómata.

—Gonzalo... —Debió de darse cuenta de que le había destrozado el corazón, porque se acercó a él preocupada.

—No —Levantó una mano para detenerla—. Estoy bien. —Se frotó el puente de la nariz—. Bueno, supongo que será mejor que me vaya.

—No te vayas así.

—¿Y qué quieres que haga? —preguntó, emocionado junto a la puerta—. ¿Qué harás cuando hayas cumplido con todos los puntos de la lista? —le preguntó, mirándola a los ojos.

—No lo sé —respondió sincera, sin ocultar las lágrimas.

—Siento no haber encajado en tu casilla del «amor». —Notó que a él también se le llenaban los ojos de lágrimas—. Me voy, jamás te olvidaré. Te deseo toda la felicidad del mundo, me habría gustado ser yo quien te ayudara a conseguirla, pero supongo que nadie tiene control sobre sus emociones. Te quiero, eres la primera mujer a la que le entrego mi corazón, y si tú me quisieras habría luchado por nosotros, pero ya que no es así, trataré de olvidarte.

—Lo siento. —Era una frase inocua, pero el corazón le latía tan rápido que fue la única que se le ocurrió.

—¿El qué? —preguntó él, luchando por esconder el dolor tan enorme que sentía.

—Todo.

Esa palabra, vacía y sin sentido, pateó el destrozado corazón de Gonzalo y la ira que hasta entonces había conseguido controlar, lo desbordó. Él se merecía algo más que un simple «todo». Sin importarle su dignidad, ni el dolor que más tarde pudiera sentir, se obligó a enfrentarse a Micaela. Si él le había entregado su amor, ella a cambio bien podía darle la verdad.

—¡Todo! —Se pasó las manos, que no dejaban de temblarle, por el pelo—. ¿Qué es lo que sientes? Dímelo. ¿Haberme mentido acerca de tu profesión? ¿Haberme utilizado para pasar el verano?, ¿o ser una cobarde? Te escondes tras ese tal Esteban, tras esa lista patética y absurda, cuando lo que en realidad te asusta es que sabes que vos, y sólo vos, tenes la culpa de no ser feliz.

Micaela retrocedió ante esas preguntas y acusaciones, que se acercaban dolorosamente a la verdad.

—¿Sabes una cosa? —Guonzalo dio unos pasos hacia ella, pero se detuvo a escasos centímetros—. Yo también lo siento. Siento haber pasado las tres mejores semanas de mi vida con una mujer que sólo estaba jugando conmigo. Siento haber hecho el amor con alguien que sólo quería sexo. —Le tembló la mandíbula—. Y siento haberme enamorado de quien no sabe lo que es el amor. Pero lo que más siento es que esa mujer seas tú.

A Micaela le temblaban tanto las rodillas que tuvo miedo de derrumbarse. Levantó la vista y creyó morir, pues en los ojos de Gonzalo vio cómo todo ese amor que él decía sentir se transformaba en odio y desprecio. Iba a levantar la mano para acariciarle la mejilla, para pedirle, suplicarle incluso, que le diera tiempo, que la escuchara, pero él se dio media vuelta y caminó hacia la puerta.

—¿No crees que exageras un poco? —preguntó ella.

Estaba tan dolida que no pensó lo que decía; lo único que sabía era que se negaba a ser la única que se sintiera tan despreciable.

Gonzalo se detuvo, y, despacio, giró de nuevo la cabeza.

—¿A qué te refieres? 

—Me refiero a la rubia —lo acusó Micaela—. A esa rubia despampanante con la que fuiste a cenar el otro día. —Él levantó las cejas y apretó la mandíbula sin ocultar lo furioso que estaba, pero ella continuó—: Los vi. Así que no trates de engañarme. — Levantó una mano para marcar las distancias—. Si tanto me quieres —dijo como si fuera una ofensa—, ¿quién era esa mujer? ¿Y por qué no me lo contaste? ¿O es que pensabas seguir acostándote con las dos hasta que tuvieras que regresar a Barcelona?

—¡Eres increíble!

A fuego lento <<adaptada>>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora