Capítulo 56

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Micaela oyó el ruido de la puerta al abrirse y se dio media vuelta.

—¿Todavía te duele la cabeza? —Fue lo primero que se le ocurrió preguntar.

Gonzalo se detuvo a medio metro de ella. ¿La cabeza? Viéndola ahí, después de pasarse tantos días, y tantas noches, imaginándosela, ni siquiera se acordaba de que tenía cabeza.

—Un poco, pero ya me he tomado dos pastillas. —Le enseñó la caja y después la dejó encima de su escritorio. Cuando pasó junto a ella, no la tocó, pero respiró hondo para inhalar su perfume. Para su desgracia, era tan dulce como lo recordaba.

Como no sabía qué hacer, y se negaba a la tentación de abrazarla o besarla, se sentó en una de las sillas que había en el despacho y le indicó a ella que hiciera lo mismo con la otra.

—No, gracias. Prefiero estar de pie —respondió Micaela, que no lo había mirado a los ojos.

Gonzalo se levantó, agarró la otra silla y la colocó frente a la suya. Así no tendría la sensación de que estaba hablando con un cliente y podría tenerla más cerca, para qué negarlo. Cuando estuvo satisfecho con la distancia de separación, insistió de nuevo:

—Sentate, por favor.

Ella lo hizo y, al quedar el uno frente al otro, con las rodillas casi rozándose, la rubia no tuvo más remedio que levantar la vista. Lo que vio en los ojos de Gonzalo la dejó sin habla; no era alegría ni tristeza, era resignación, y una determinación como no había visto nunca antes. Estaba reuniendo fuerzas para atreverse a hablar cuando él dijo:

—¿A qué viniste?

—Te echaba de menos. Siento mucho lo que sucedió la última vez que te vi.

—No te preocupes —dijo él decidido a mantenerse fuerte—. Ya está olvidado. —¿«Olvidado»?—. ¿Conseguiste las prácticas en el restaurante?

Apretó la mandíbula con fuerza y optó por mantener una conversación educada. Micaela llevaba más de veinte minutos y no podía decirse que le hubiera confesado su amor eterno ni nada por el estilo. «Bueno, al menos te ha dicho que te echa de menos —dijo una voz en su cabeza—, pero también se echa de menos a un amigo, o a un animal de compañía», se recordó para evitarse un mayor desengaño más tarde.

Ella lo miró durantes unos segundos, como si le sorprendiera que se lo preguntara.

—Sí —contestó tras carraspear—. Pero al final me di cuenta de que no era lo que quería... ni lo que necesitaba para ser feliz.

—¿Y qué necesitas? ¿La medicina? —«Dios, Gonzalo, haz el favor de controlarte», se dijo.

—Entre otras cosas. —Micaela empezaba a creer que había llegado demasiado tarde—. ¿Y tú?

—¿Yo qué? —Tenía la espalda erguida.

—¿Qué necesitas para ser feliz?

Él se puso de pie, y ella hizo lo mismo.

—No creo que eso sea de tu incumbencia. — Dio unos pasos alejándose—. Además, «antes»
tampoco te importaba demasiado.

—Tienes razón... —Movió las manos nerviosa—. Y lo siento. Lo siento mucho.

—¿Para qué viniste Mica? —Se
paró delante de ella y la miró a los ojos.

—Ya te lo dije, te echaba de menos. — Levantó la mano para acariciarle la mejilla y él dio un paso hacia atrás—. Y por lo que veo, tú a mí no.

No se dignó responder a ese comentario.

—Llevamos casi un mes sin vernos, y ni siquiera me has llamado o mandado un e-mail —señaló el morocho.

A fuego lento <<adaptada>>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora