Capítulo 33

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Abrió el helado y tomó un poco con una cuchara.

—No sé por dónde empezar —dijo él como si de verdad le costara decidirse—. Ya sé, por acá.

Dejó el contenido de la cuchara en el hueco de la base del cuello de Micaela. Una gota de helado inició un lento descenso por su escote hasta detenerse en el corpiño. Gonzalo lo observó fascinado y, lentamente, muy lentamente, se agachó para lamer esa gota.

Micaela apretó las piernas con fuerza aprisionándolo dentro y cerró los ojos. Jamás podría volver a comer helado de fresa. Pasados unos segundos, él se apartó y se lamió el labio en uno de los gestos más sensuales que ella había visto jamás. Gonzalo volvió a poner más helado en la cuchara y, esta vez, optó por el ombligo; luego procedió a besárselo hasta eliminar todo rastro del frío postre. Micaela no sabía qué hacer, ¿de verdad había creído que aquel chico era demasiado dulce para tener una aventura? Dios, si el más experto casanova podría aprender de él. Vio que iba a repetir la operación, y optó por detenerlo y retomar un poco el control.

—Creo que ahora me toca a mí —dijo con una voz ronca que nunca habría reconocido como suya.

—Adelante. —Le entregó la cuchara—. Al fin y al cabo, todo esto ha sido idea tuya.

Ella levanto una ceja para decirle que no se creía ni por un segundo ese último comentario.

Agarró la cuchara e, igual que él antes, dudó sobre que zona «atacar» primero. Seguía sentada en la barra, así que el torso de él le quedaba a la altura de los ojos, y acercó el helado hasta el hueso del esternón. Recostó la cuchara y, despacio, la deslizó por la linea de vello que dibujaba el camino hacia su entrepierna hasta detenerse en los pantalones.

Los ojos de Gonzalo se habían oscurecido y todo él irradiaba fuerza. Micaela se inclinó hacia adelante y, con la lengua, repitió el recorrido que había trazado con el helado. El gruñido que se escapó de los labios de Gonzalo le recordó al de un león ronroneando. Y él supo entonces que aquella mujer iba a ser su perdición.

Se apartó de ella y, al ver lo satisfecha que parecía por haber conseguido hacerlo gemir de aquel modo, se dio cuenta de que jamás podría estar con otra mujer sin pensar en ella. Ninguna otra estaría a la altura, así que más le valía conquistarla o le esperaba una vida de lo más aburrida. Con manos temblorosas, volvió a agarrar con el helado y hundió un dedo en él. Luego, con ese mismo dedo, le dibujó el contorno de los pechos, aún cubiertos por el corpiño, y observó fascinado cómo la piel iba cambiando de textura al sentir frío. Lentamente, agachó la cabeza y, con los labios, repitió el recorrido, besando, dándole pequeños mordiscos, que la hicieron estremecer, hasta que no quedó ni rastro del helado. El cuenco estaba casi vacío, y con la cuchara tomó lo que quedaba y la acercó a los labios de ella. Cuando Micaela los entreabrió, la apartó en seguida.

—¿Quieres? —le preguntó con los ojos entrecerrados, y cuando ella asintió añadió—: Veni a buscarlo. —Y se metió la cucharada en la boca.

Micaela reaccionó al instante, como si la hubiera atravesado un rayo, y le rodeó el cuello con las
manos para poderlo besar. Le devoró los labios, lo atormentó con la lengua, y no pareció tranquilizarse hasta que él respondió con la misma intensidad. Fue el beso más carnal y sensual de toda su vida, el frío del helado junto al fuego de sus lenguas era más de lo que Gonzalo podía soportar.

—El helado se término —dijo Micaela, cuando él se apartó para tratar de recuperar el aliento. 

—Es una lástima —contestó besándola de nuevo. 

—Gonzalo —suspiró entre gemidos—, ¿puedo pedirte una cosa?

—Lo que quieras. —La miró a los ojos, intrigado por la petición.

—Hazme el amor.

«Para sólo querer una aventura, —pensó él—, Micaela era de lo más romántica», y se agarró a esa frase como a un clavo ardiendo. La agarró en brazos y la llevó al sillón, besándola a cada paso que daba. La dejó entre los cojines con cuidado, y se le agachó delante para desabrocharle los pantalones.

Ella arqueó la espalda para ayudarlo y sin ningún reparo, hizo lo mismo con los de él.Gonzalo estaba tan excitado que le costó deslizarse de dentro de los pantalones, pero si hubiera sido necesario los habría cortado; nada iba a impedirle hacer el amor con Micaela. Los dos estaban ya en ropa interior, y el primer pensamiento que le pasó a Gonzalo por la cabeza fue que ella llevaba un conjunto muy inocente, nada adecuado para su rol de mujer fatal. Y sonrió de felicidad. A Micaela debió de gustarle esa sonrisa, porque tiró de él para volver a besarlo. Gonzalo le devolvió el beso pero luego, muy despacio, volvió a agacharse. Allí, de rodillas entre sus piernas decidió que, aunque estaba desesperado por entrar dentro de ella, aún lo estaba más por descubrir su sabor. Sin darle tiempo a reaccionar, llevó las manos hasta su ropa interior y tiró hacia abajo.

Recurrió al poquísimo autocontrol que le quedaba y se obligó a esperar, ese momento era sólo para ella. La besó, acompañó esos besos con caricias de sus dedos, y devoró todos y cada uno de los espasmos de placer que recorrieron el cuerpo de su hada. Cuando Micaela gimió su nombre y se estremeció contra los labios de Gozalo, él supo que tenía que hacerle el amor o moriría allí mismo, así que empezó a incorporarse poco a poco, inundando de besos el vientre de la muchacha que aún seguía temblando. Apoyó las manos en el sillón, temeroso de aplastarla, consciente de que los temblores que sentía iban a ponérselo cada vez más difícil.

—Micaela, deja que me siente. —Ella lo miro confusa—. Siéntate tu encima de mí.

La idea le gustó, tardó menos de dos segundos en cambiar de posición. Le deslizó la tira del corpiño, pero como con eso no le bastaba, con una sensual caricia se lo desabrochó y lo lanzó con el resto de ropa. 

Necesitaba ver aquellos pechos y ahora iba a deleitarse con ellos. Inclinó la cabeza y los recorrió con los labios hasta que Micaela le acaricio el pelo; con esa caricia estuvo a punto de estallar. Ella entendió el mensaje, y con dedos inseguros, para deleite de él, empezó a quitarle los calzoncillos. Iba ya a volver a su posición cuando se acordó de algo. Necesitaba un condón.

Micaela debió de malinterpretar el gesto, porque le preguntó.

—¿Qué pasa? ¿Lo has pensado mejor? ¿Te quieres ir?

—No. —Se acomodo el flequillo, un gesto que hacía cuando estaba nervioso— Es que creo que no estoy preparado. Condones —aclaró él —. No tengo.

—Yo sí —dijo ella con una sonrisa—. En seguida vuelvo.

Gonzalo sonrió, para él aquellos gestos de cariño desmentían claramente todo aquel rollo de ser sólo amantes.

Micaela regresó al instante.

Con Micaela sentada de nuevo en su regazo, Gonzalo era consciente de que apenas le faltaban segundos para llegar al límite, así que la levantó un poco y la miró a los ojos.

Micaela empezó a moverse hacia arriba y hacia abajo Gonzalo dejó que fuera ella quien marcara el ritmo. O al menos eso fue lo que se propuso, hasta que Micaela volvió a inclinarse hacia adelante y le recorrió el lóbulo de la oreja con la lengua. Ese fue el fin de su cordura. Besándose, acariciándose, abrazándose, descubrieron que la mayor aventura que existe es hacer el amor.

A fuego lento <<adaptada>>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora