Capítulo 11

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El Museo de Historia Natural la había fascinado. La parte dedicada a los dinosaurios era espectacular, pero lo que más le gustó fue que el lugar estaba lleno de niños. De pequeñas, ella y su hermana habían visitado muchos museos con sus padres, y nunca les habían gustado. No por los museos en cuestión, sino porque era como hacer un examen. Los doctores las obligaban a prestar atención, y al salir les hacían un montón de preguntas. Tanto ella como Lara no guardaba demasiado buen recuerdo de esa época. En ese museo, en cambio, los niños parecían divertirse mucho; seguro que en España ahora las cosas también eran así, de hecho, una de sus compañeras del curso de cocina le comentó una vez que había ido con sus sobrinas al Planetario y que se lo habían pasado en grande. Debería ir algún día.

Aprovechó para comer algo en la cafetería del museo y escribir otra postal a su hermana, así de paso descansaba un rato. Cuando salió eran ya más de las cuatro y se fue paseando hacia Central Park. Había escogido esa ruta porque el parque y el museo estaban el uno junto al otro y, después del empacho del día anterior, hoy había optado por algo más tranquilo.

El parque era precioso y estaba lleno de vida; como era verano, había montones de bicicletas, patines y caballos. Había grupos de gente jugando a fútbol y rugby, también familias y parejitas haciendo picnic. Un corredor pasó junto a Micaela, y ella se acordó de que Gonzalo le había dicho que solía practicar ese deporte. ¿Lo haría también en el extranjero? Se dio cuenta de que su cerebro empezaba a desvestir a Gonzalo para ver cómo le quedarían unos pantalones cortos y sacudió la cabeza al instante.

Desde que había decidido que no estaría nada mal tener una aventura con él, sus hormonas estaban descontroladas. En un impulso, abrió el bolso y buscó el celular. Aquel bolso era demasiado grande, no sólo tardaba un montón en encontrar las cosas, sino que además pesaba demasiado... aunque gracias a él, la noche pasada fue la receptora de un beso maravillosamente sexy. Triunfante, extrajo el celular del agujero negro y, sin pensarlo, pulsó el botón verde para repetir la última llamada, desde el día anterior no había vuelto a usarlo. Nada. Esperó hasta que saltó el contestador, y cortó sin decir nada. Pasados unos minutos se dio cuenta de que tal vez Gonzalo no se había quedado con su número, y optó por llamar de nuevo.

Siguió sin contestar, pero esta vez, al oír el timbre del buzón de voz, no cortó sino que dejó un mensaje:

-Hola, Gonza, soy yo, Micaela. Sólo te llamaba para preguntarte si querrías volver a cenar conmigo esta noche. Llámame luego, ¿dale?

En su cerebro lo dijo a velocidad normal pero en realidad la última frase sonó más como «llámame luego ¿dale?».

Agotada de tanto caminar y sin recibir respuesta de Gonzalo, Micaela regresó al hotel. Se duchó con la intención de despejarse un poco para cuando él llamara, pero salió de la ducha con sueño y sin ninguna llamada perdida ni nada por el estilo.

A las diez se dio por vencida; estaba cansada y enfadada. El motivo del cansancio era obvio, el del enfado no tanto: ella sabía que Gonzalo no tenía ninguna obligación de llamarla, al fin y al cabo, lo de la noche anterior había sido una tontería, y unos días antes ella le había dicho a la cara que no era su tipo. Micaela veía ahora que no lo había dicho en serio y le dolía un poquito ver que había acertado con él: sí, Gonzalo era uno de esos hombres adictos al trabajo, sin tiempo para disfrutar la vida. Se jugaría lo poco que le quedaba de la herencia de su abuela a que estaba trabajando o cenando con alguien del trabajo. Que siguiera trabajando a esas horas la molestaba, que estuviera cenando con una ejecutiva rubia de bote le ponía los pelos de punta. Se puso cómoda y pidió que le subieran la cena a la habitación. Tardó media hora en devorarla y media hora más en quedarse dormida.

Eran más de las diez. Gonzalo entreabrió un ojo y se sobresaltó. Se había quedado dormido otra vez, con la cabeza recostada en el respaldo de la silla y una carpeta entre los dedos. De no ser por el ruido que hicieron los papeles al caerse al suelo, se habría quedado allí a pasar la noche.

—No me lo puedo creer. —Se pasó las manos por la cara—. No puede ser verdad. —No paró de renegar mientras se ponía la americana y apagaba la luz del escritorio.

Salió al pasillo y se topó con el hombre de mantenimiento. A ese paso, se harían íntimos.

—¿Por qué no me ha despertado? —le preguntó al ver que lo miraba.

—Creía que estaba pensando —respondió el otro sin inmutarse.

Gonzalo le dio las buenas noches y apretó el paso hacia el hotel. Cuando llegó, subió directamente a su habitación y, al pasar junto a la puerta de Micaela, se le aceleró la respiración. Sacó su llave del bolsillo y entró sin perder más tiempo. Lo primero que hizo fue buscar su celular: tenía tres llamadas perdidas; una era de su madre y las otras dos de Mica, hizo bien en grabarse su número el día anterior. En la primera no había dejado ningún mensaje, pero en la segunda sí. Lo escuchó. Dos veces. Bueno, tres, aunque lo negaría ante cualquiera. La llamó y esperó, pero ella no contestó. ¡Mierda! El día había terminado peor de lo que había empezado.

No podía dormir. Gonzalo tenía la extraña sensación de que no haber contestado esa llamada de Micaela tendría unas consecuencias más graves de lo que creía. Como si hubiera fallado una prueba que ni siquiera sabía que tenía que pasar. Le resultaba imposible conciliar el sueño. Tenía que hacer algo. Se levantó de la cama, tomó el bloc de notas del hotel, un bolígrafo y garabateó una nota: 

«Me olvidé el celular. ¿Te gustaría desayunar conmigo? Puedo esperar hasta las 8.30. Gonzalo»

Abrió la puerta, y, en pijama, salió al pasillo para deslizar esa nota por debajo de la puerta de la habitación de Micaela. Volvió a acostarse y por fin cerró los ojos.

Gonzalo se despertó, esta vez a la hora que debía, y tras ducharse bajó a desayunar. Sin esforzarse lo más mínimo en disimular, buscó a Micaela y vio que no estaba. Bueno, eran las ocho en punto, aún tenía tiempo de verla. Si ella quería, claro.

Se acercó a un camarero y, en un ataque de optimismo, le pidió que preparara una mesa para dos. Dejó todas sus cosas al lado de la taza; ese día había bajado ya listo para no tener que subir de nuevo a su habitación, no quería dejar nada al azar y que, en un ir y venir, Micaela se le escapara.

Hizo un par de viajes del bufet a su mesa; uno con los cereales y el jugo y otro con las tostadas y la mantequilla. El camarero ya le había servido el café y, sin hambre, empezó a desayunar. Tenía que hacer algo mientras esperaba, pero por despacio que comiera, el tiempo se empecinaba en pasar igual de rápido, y pronto llegaron las ocho y media sin noticias de ella. Gonzalo pidió otro café y, tras bebérselo, volvió a mirar el reloj; y cuarenta. Se tenía que ir. A las nueve tenía una reunión con parte del equipo de investigación; la había organizado él y no podía llegar tarde. Resignado, firmó la cuenta del desayuno y se fue. Tal vez no hubiera visto la nota, pensó en el taxi. O tal vez era cierto lo que le dijo sobre que no era su tipo, y él era el único al que le había afectado aquel beso. 


Espero que les guste esta mini maratón, me sentía en deuda por no poder subir muchos capítulos, intentaré actualizar lo más rápido posible. ¿Les va gustando la nove?
Gracias por leer💖💖

A fuego lento <<adaptada>>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora