Capítulo 58

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La cena con Lucía fue muy agradable, a pesar de que durante la primera media hora o más, estuvieron un poquito incómodos. Al terminar, la acompañó a su casa y se despidieron con un abrazo. Sin decírselo con palabras, ambos entendieron que ninguno de los dos había olvidado a sus respectivas parejas, pero también se dieron cuenta de que podían llegar a convertirse en grandes amigos.

Como era de esperar, el sábado a la tarde Lucas lo llamó para salir, viendo que no podía negarse, le siguió la corriente.

Gonzalo salio a la calle preparado para ir al gimnasio, con el ipod sonando a todo volumen, cuando vio que por la otra vereda pasaba Micaela.

—¡Mica! —la llamó antes de que su cerebro le dijera que no era buena idea.

Ella tardó unos segundos en detectar de dónde venía la voz, y giró la cabeza a ambos lados antes de dar con él.

—Hola —la saludó Gonzalo, a la vez que cruzaba la calle para acercarse.

—¿Qué haces por acá? Creía que los sábado no trabajabas —le preguntó la rubia al verlo.

—Y no trabajo, estaba preparado para hacer deporte. ¿Vas al hospital? —le preguntó, señalando la bolsa.

—Sí. ¿Y vos? —Señaló la de él.

—Voy al gimnasio.

—Ah, bueno. ¿Cómo fue tu cita de ayer? —Se había jurado a sí misma que si por casualidad volvía a verlo no se le preguntaría, pero al parecer su boca había decidido ir por otro camino.

—Bien. —No le dio más detalles y ella no insistió—. ¿Qué tal tu primer día en urgencias?

—Horrible —reconoció, pero una sonrisa acompañó el comentario—. Creo que trabajé más de quince horas seguidas. La verdad es que estoy muy contenta. —Miró el reloj—. Lo siento, pero me tengo que ir.

—Yo también voy en esa dirección. —El gimnasio de Gonza estaba relativamente cerca del hospital donde trabajaba Mica—. Si queres, podemos caminar juntos.

Ella levantó la cabeza, y él se dio cuenta de que hasta ese instante no lo había mirado a los ojos.

—¿No te importa? —le preguntó ella con un nudo en el estómago.

—¿Por qué iba a importarme?

—No sé. —A falta de mejor explicación, se limitó a encogerse de hombros y comenzó a caminar.

Al igual que en esos paseos que habían dado por la Gran Manzana, caminaron sin darse la mano, pero muy cerca el uno del otro, y perfectamente armonizados. Estuvieron unos segundos en silencio, hasta que él le preguntó de repente:

—¿Tu padre es el doctor Viciconte?

—Sí —respondió ella—. ¿Por qué lo preguntas?

Él sonrió.

—¿Por qué sonreís? —insistió.

—Le está haciendo la vida imposible a mi hermana Helena.

—No me extraña. —También ella sonrió—. Es lo que mejor se le da, aparte de la medicina, claro. Decile que tenga paciencia.

—Se lo diré.

Volvieron a quedarse en silencio, y, cuando estaban llegando a la puerta de urgencias, fue ella quien habló:

—Por eso no te dije mi apellido. —Vio que él levantaba las cejas, y se lo explicó—: Pensé que si te lo decía, tarde o temprano te darías cuenta.

—Bueno. —Se rió de sí mismo—. La verdad es que no lo habría hecho. Tengo muy mala memoria para los nombres. Fue Helena quien se dio cuenta —carraspeó. No quería que Micaela supiera que seguía sin poder olvidarla—... Digamos que tu padre es el primer obstáculo académico con el que se ha topado mi hermana.

—Por lo que me contaste de Helena, estoy segura de que aprobará con honores. Tengo que entrar. —Se paró frente la entrada y respiró hondo—. ¿Gonzalo?

—¿Sí?

—¿Qué tengo que hacer para que me perdones y me des otra oportunidad?

La miró a los ojos, y se dio cuenta de que ni siquiera él sabía la respuesta.

—No se, Mica. No lo sé.

—Me voy —respondió cabizbaja, dispuesta a darse media vuelta, pero antes, y con lágrimas en los ojos, le dio un beso en los labios. Fue tan suave, tan dulce, que cuando él reaccionó, ella ya había desaparecido tras las puertas del hospital. 

A fuego lento <<adaptada>>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora