Gonzalo regresó a su departamento, aunque la verdad le daba igual el lugar donde estuviese, no podía quitarse de la cabeza el beso de Micaela, y la sensación de vacío que sintió al comprender que no sabía cómo perdonarla. Una parte de él había empezado a entender por qué ella no le había contado la verdad, pero si era sincero consigo mismo, no sabía si alguna vez sería capaz de perdonarla. Y si no la perdonaba, no volvería a tenerle confianza, y él no concebía el amor sin confianza.
El lunes, y después de aquel fin de semana surrealista, Gonzalo abrió la puerta de su despacho con ánimos renovados. A él siempre le había gustado trabajar, y estaba muy ilusionado con aquella nueva etapa que justo estaba empezando. Llevaba allí una media hora cuando sonó el timbre de la puerta y, de camino al interfono, se prometió a sí mismo que, tan pronto como pudiera permitírselo, contrataría a un ayudante.
—¿Sí?
—Soy Mica. ¿Puedo subir?
Tardó unos segundos en responder, pero no dudó ni un instante en apretar el botón que abría el portal.
—Claro.
Minutos más tarde, ella, con cara de agotamiento, se plantaba en su oficina.
—No sabía si estarías —dijo ella—. Pero de camino hacia mi casa pase por una panadería y compre estos croissants. Creo recordar que te gustan rellenos de chocolate. —Le ofreció una bolsa de papel marrón que desprendía un aroma maravilloso.
—Gracias —la aceptó inseguro—. No tenías por qué hacerlo.
—Fue un impulso. —Como él no decía nada, se frotó nerviosa las manos—. Me voy. Tengo que acostarme.
—Se te ve muy cansada. —Gonzalo no pudo resistirlo más y le acarició el pómulo con los nudillos.
—Lo estoy. —Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y no era de agotamiento—. Bueno, ya nos veremos.
Ella había bajado ya cuatro escalones cuando él la llamó:
—¿Mica?
—¿Sí? —Se detuvo, pero no se dio media vuelta. No quería que viera que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿A qué hora tenes que volver al hospital?
—A las ocho.
—A esa hora yo voy hacia el gimnasio. —Era mentira—. ¿Te importaría si vamos juntos?
—Me encantaría —respondió ella emocionada, aún de espaldas.
—A las ocho estaré en la esquina del otro día. ¿Te parece bien?
—Me parece que es lo mejor que escuche en los últimos días. —Bajó la escalera mucho más animada de lo que la había subido y, cuando por fin se acostó, no pensó en la cantidad de horas que había estado de pie en urgencias, ni en lo mucho que le dolía la espalda. Sólo pensó en que, por fin, Gonzalo le estaba dando una oportunidad.
Gonzalo se pasó el día pensando en ella, aunque no quisiera reconocérselo ni siquiera a sí mismo, y Micaela soñó con él; y estaría encantada de confesárselo al mundo entero. A la hora prevista, ambos estaban en la esquina. Ella, con mejor cara tras las horas de sueño, y Gonzalo, con mucho peor aspecto que aquella mañana, pues se había pasado un montón de horas frente a la computadora. Igual que el sábado, fueron paseando hasta el hospital. Ella le contó que su hermana se había ido a París por trabajo. Aprovechando que había sido ella quien había sacado el tema de la familia,
Gonzalo preguntó:
—¿Has visto a tus padres?
—¿Desde que regresé de Nueva York? No, la verdad es que no.
—¿Y te gustaría? —preguntó él, inclinando la cabeza para poder verle los ojos.
—¿Ver a mis padres? —Micaela esquivó la mirada—. Supongo que me gustaría poder contarles que por fin sé por qué me gusta ser médica, y que me entendieran. —Esbozó una triste sonrisa—. Pero no creo que eso llegue a suceder. Ellos dos son los mejores en sus respectivos campos.
—¿Y eso es malo? —preguntó cauto.
—Sí y no, si por el camino te olvidas de que tus pacientes son personas, y que para alguien son el centro del universo. Hay quien dice que por eso precisamente son tan buenos, porque sólo se concentran en la enfermedad, y no en el enfermo. Pero yo no lo creo. Ahora no.
—¿Antes lo creías?
Habían llegado a la puerta, pero Gonzalo no quería despedirse aún. Aquélla era sin duda una de las conversaciones más sinceras que habían mantenido hasta el momento.
—Sí. —ella se pasó nerviosa las manos por el pelo—. Si me hubieras conocido, habrías salido corriendo.
—No creo —contestó Gonzalo con dulzura—. Siempre me gusto el peligro.
—Eso lo decis ahora que escapaste de mis garras. —Trató de hacer una broma, pero se dio cuenta de que se le quebraba la voz, y volvió a ponerse seria—. Ser médica es algo más que tener la mejor consulta de la ciudad, o el mejor ranking en el hospital. No sé cuándo me olvidé de eso, pero me alegra haberlo recordado.
—Dudo que lo olvidaras. Tal vez sólo estabas un poco despistada —sugirió él.
—Tal vez. —A Micaela le dio un vuelco el corazón al ver que él se ponía de su lado.—Lara opina lo mismo.
—Seguro que tu hermana es muy inteligente.
—Tiene sus momentos —respondió ella, aliviada por cambiar de tema.
—Como todos.
La puerta del hospital se abrió de golpe y salieron unos enfermeros.
—Me voy, seguro que mis compañeros están impacientes por verme entrar.
—Yo voy al gimnasio. —Se puso bien la bolsa en el hombro—. ¿Cuándo te cambian el turno?
—No sé. ¿Por qué?
—Porque quiero invitarte a tomar un café.
Tras esa frase, y antes de que pudiera arrepentirse, Gonzalo se agachó y le dio un cariñoso beso en la mejilla. Al igual que el otro día y en ese mismo lugar, pero con los papeles cambiados, ella se quedó sin habla y él se fue de repente.
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A fuego lento <<adaptada>>
FanfikceAdaptación de "A fuego lento" de una de mis escritoras favoritas la maravillosa Anna Casanovas. Gonzalo quiere darle un giro radical a su vida y se instala en Nueva York. Micaela siente que es momento de retomar los sueños que sacrificó por converti...