Capítulo 1:

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Mulrov , Rusia; Diciembre de 1976:

La maldad en el mundo

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La maldad en el mundo...

¿Quién lo permite?

¿Alguna vez te lo has preguntado?

¿Acaso será ese viejo con barba blanca al que toda la gente llama dios?

¿Serán los planetas o los astros?

¿O será la misma naturaleza de la humanidad?

Había experimentado el amor verdadero en la más pura de sus expresiones, convertirse en una madre es la prueba viviente del vínculo más sagrado en este mundo, y fui consciente del poder que tenía cuando sentí el milagro de la vida crecer dentro de mí. Recordaba el llanto de mi hija, un llanto que me llenó de una felicidad indescriptible, me sentí orgullosa darme cuenta de lo que fui capaz de soportar por ella, que valió la pena cada molestia, cada náusea matutina, cada dolor de parto por espantoso que fuera, y me pregunté una y mil veces, ¿por qué demonios nos consideran el sexo débil? Parir es sólo para guerreras invencibles, para mujeres valientes que sacrifican más que los días del calendario. Yo sentí a mi hija en cada respiración, en cada paso que daba y me agitaba, creí que ese milagro daría una luz de esperanza a mi desdichada vida dentro de aquella finca del terror. Mi condición en ese infierno era lamentable y realmente necesitaba un motivo para seguir luchando, algo que me diera el impulso suficiente para resistir, para continuar respirando, pero me equivoqué, estaba muy alejada de la realidad.

—Por favor no me dejes, Dulcinea...—escuchaba la voz del doctor Mulroy en la lejana oscuridad de la nada—. ¡Hardy! ¡Oh, vuelve! ¡NO! ¡No, Marina! ¡No me dejes, por lo que más quieras!

Unos ruidos secos reemplazaron el sonido de los ruegos del médico, y de pronto un golpe, luego otro, y otro. ¿Qué golpeaba Misha? Un fuerte pinchazo fue lo que me obligó a regresar, la luz fue difícil de asimilar. Cuando estás acostumbrada a la penumbra del dolor, cuando la claridad comienza a dolerte más que los ojos y te hiere el alma, empiezas a entender que dejaste de ser una persona pura e inocente.

—¿Doctor Mulroy...? —No podía enfocar bien la visión, todo estaba borroso.

—¡¿Dulcinea!? —Sentí el calor de su tacto en mi mejilla y luego en mi frente—. ¡Quédate conmigo! ¡Resiste!

—La niña... Malcom... El lago...—estaba exhausta, y tenía mucho sueño.

—Lo lamento tanto... No pudimos salvarla, mi amor. En verdad lo siento... 

No existe mayor sufrimiento que el dolor que se grita en silencio...

Era una herida inconmensurable, había perdido la mitad de mi alma a pedazos, fue un alarido desgarrador difícil de explicar, unos gritos que resonaron en la soledad misma haciendo eco en cada poro de mi piel, temblando por el abandono humano de mis propios restos, un vacío que se caló hasta lo más profundo de mi ser, sentí que mis huesos se estaban quebrando poco a poco hasta desfallecer. Me dolía respirar porque no lo merecía, ya no estaba completa, y  jamás lo volvería a estar. Morí en vida pero no era la aterradora muerte lo que me asustaba tanto, fue continuar viviendo sabiendo que ella había muerto..

Lactancia MaternaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora