Dentro de un pequeño país se encontraba una chica, ni tan independiente ni tan cerrada. Pasaba los días de manera tranquila en su hogar, junto a su amante que juraba alas dar.
Por las mañanas miraba el sol brillar, las flores gozando de los rayos empezaban a danzar. Y entonces su corazón se sentía en libertad, feliz y completo a más no dar.
Llegaba la noche y todos sus miedos se hacían realidad, cuando las flores se escondían del frío invernal sabía que era hora de su mente apagar, energías recargar para que su corazón negro se volviera a tornar.
Lágrimas empiezan a correr por su rostro, los pensamientos que intentaba anteriormente apagar se vuelven tormentosos.
Y la noche nunca acaba, su brazo se erizaba cada vez que la brisa helada la rozaba.
Su amante, la noche adoraba pues era cuando lograba dominarla. La celaba, la golpeaba con palabras, las pequeñas flores creciendo en su pecho se marchitaban debido al desvelo doloroso que él causaba.
Se detiene.
Justo en la noche.
La angustia se apodera del corazón de su progenitora, los profesionales se sienten novatos y no saben qué hacer.
No saben como arreglar a la chica del corazón negro.
Es el fin, el amante no sabe como reaccionar, la culpabilidad lo llevan a tomar.
Uno, dos, tres tragos. Su consciencia lo mata.
Cuatro, cinco, seis más. Al fin comprende que a su amada nunca más verá.
Su pecho es abierto para el corazón observar, a la conclusión llegan del porqué la obscuridad.
Las flores marchitas que tantas veces intentaron crecer su corazón lograron llenar. La falta de vida de estas color oscuro obtuvieron, tantas veces que vida se les intentó dar.
Y en mis sueños, solo quedó el recuerdo de un corazón negro que intentó florecer y un amor destructivo que tantas veces lo echó a perder.