XXIX- Entregas.

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—No es necesario. —Se apresuró a decir Rin.

Len alzó la vista y la miró arqueando una ceja. Rin lamió su labio inferior y a sudar levemente, estaba nerviosa.

Ella quería hacer sufrir un poco a Len para que aprendiera a valorarla, más nunca pensó que el rubio llegaría a tal extremo. Rin pensaba que quizá se había excedido en su carácter ante él y ahora lo había obligado a contar algo que evidentemente nunca había querido.

—No quiero obligarte, mejor intenta otra cosa —siguió—. Cómprame media tienda, ruégame en medio de la estancia o dame tu almuerzo por una semana si quieres.

—¿De qué hablas? —preguntó Len.

—No quiero escuchar eso, sé que no quieres decírmelo.

—Si no quisiera decirlo, tan sencillo como no hacerlo —replicó Len—. Solo escucha, no es para que te sientas mal, no es como si me estuvieras obligando. Si te cuento es porque es mi decisión y, si sale mal, es bajo mi propia responsabilidad.

Rin no dijo nada, tan solo lo miró con un poco de incomodidad. Ahí, parado frente a ella, Len se encontraba extrañamente tranquilo, respiraba armónicamente e incluso sonreía levemente.

—Tranquila —insistió el rubio con un tono suave, sentándose sobre el escritorio—. He sido muy incongruente, me he enfadado contigo por no confiar en mí y te pido algo que no te doy.

—Sigo sintiendo que no deberías —comentó cruzando los brazos y desviando la mirada—. No quiero obligarte.

—Tú no me obligas a nada. No te sientas mal Rin, ni desconfíes de tu severa actitud conmigo. —Rin volvió a verlo y frunció el ceño haciendo una mueca de berrinche—. Vamos, no está mal. Entiendo que lo hiciste porque... vamos, bien merecido me lo tengo. Y tampoco sientas que me obligas porque no es así, solo no me dejas las cosas fáciles.

—Bueno, realmente no quería hacerme la difícil...

—Me encanta —interrumpió, ambos se miraron y sonrieron—. Pero hablábamos de otra cosa.

Rin asintió y subió las piernas a la cama, colocó su almohada sobre estas y recargó los codos en la almohada. Len la miró y asintió, respiró hondamente y exhaló con tranquilidad.

—Bien, como ya te había dicho, yo llegué a los nueve años. —Comenzó a narrar con calma—. No te diré el nombre de mis padres.

—Está bien.

—Yo nací en el hospital central de mi ciudad y extrañamente, recuerdo que desde los cinco años yo podía emplear mi telequinesis sin problema. De hecho mi padre siempre me ayudaba, me hacía jugar con él de modo que usara mi habilidad, por eso puedo manejarla a mi completa voluntad. Mi madre, ella era realmente cariñosa, recuerdo que le encantaba cocinar, siempre me hacía galletas de menta.

Rin miró enternecida la mirada de Len, quien miraba el suelo y hablaba con completa calma y una tenue sonrisa posada en sus labios. Ella no pudo evitar sonreír al ver el enorme sentimiento de calidez que desprendía su mirada.

—Cuando cumplí los ocho años, fue cuando el gobierno lanzó el programa IR. —Len hizo una pausa y pasó a mirar sus manos—. Recuerdo que mis padres entraron en pánico y me dijeron, me prometieron, que jamás me dejarían a manos de esos hombres, que no permitirían que el gobierno me reclutara.

Len alzó la vista para ver un momento a la rubia quien le devolvió la mirada. Maldito programa fue aquel.

—Nos escondimos. Dejamos mi ciudad natal y me llevaron a vivir cerca del campo, no íbamos a la ciudad y dejé de ir a la escuela. —Comenzó a jugar con el anillo, girándolo repetidas veces sobre su dedo índice—. Y así pasó otro año. A pesar de todo y las restricciones que tenía, yo estaba feliz; aún salía de vez en cuando y me encantaba ir al campo. De hecho tenía un perro, se llamaba chispa o algo así.

Rotura.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora