LIV- Verdad.

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Los nueve chicos atravesaron el portal para salir de este, uno a uno pasaron y miraron el enorme paisaje frente a ellos, desconcertándose un poco y al mismo tiempo pletóricos de sorpresa. 

La vista simplemente era hermosa, el cielo azul completamente despejado les brindaba una cálida sensación de vida haciendo sus vellos erizarse; la leve brisa acariciaba sus cuerpos, meneaba sus cabellos y traía consigo un extraño y delicioso aroma que más de uno pudo percibir. El calor y humedad propia de la ciudad los envolvía de melancolía.

La naturaleza pululaba por sus narices, algunas aves sobre sus cabezas cantaban e incluso las puntas  de los múltiples templos podían ser admiradas desde su altura. Len miró atentamente toda la ciudad bajo ellos y sonrió con tristeza.

Miraba los edificios, las escuelas y los árboles dejando danzar sus hojas al son del viento. Luego miró en el cielo las nubes pasar lentamente y, sin poder reprimirse, cerró los ojos e inhaló profundamente. 

—Kioto. —Fue lo único que pudo decir Rin mirando la ciudad, divisando la gente pasar a la lejanía y apenas pudiendo escuchar el ruido digno del lugar—. Mi ciudad. 

Rin sintió un nudo quemarle la garganta, sus ojos ardieron al instante y, sin poder reprimir todo lo que había sentido en todo este tiempo, cerró los ojos con fuerza dejando que un par de lágrimas escurrieran por sus mejillas. 

Hace meses que no veía su ciudad; hace años que ninguno respiraba el aire puro de su país; hace mucho tiempo que ninguno podía admirar el único Sol brillante de todo japón. Y había pasado tanto tiempo para cada uno, que incluso Gachapoid no pudo evitar tirarse al suelo y tocar un poco la tierra, acariciar las plantas con fervor.

—Casi olvido lo maravilloso que es —musitó Rei mirando toda la ciudad desde las alturas. 

—El país del sol naciente —siguió IA tomando su mano—. No me desagradaba tanto mi país después de todo. 

Pasaron un par de minutos en el que ninguno de los nueve dijo nada, olvidando por completo el caos que poco a poco se comía su país y, al mismo tiempo, el asqueroso atentado que acababan de descubrir. Por un par de minutos se olvidaron de todo y solo se dejaron consumir por la belleza de su país, país que pese no haber pisado en años e incluso haber llegado a menospreciar, los atrapaba de nuevo con su belleza.

Japón era su país, su lugar de nacimiento y parte de su identidad; y de manera ofensiva, habían olvidado casi por completo ese sentimiento de pertenencia a su nación. Porque la cultura vivía aún en sus venas; las leyendas formaron su niñez; la primavera bañó de alegría y rosado color algunos años de sus vidas, las tradiciones marcaron su  educación y su carácter.

—Este mismo país me alejó de todo —pensó el rubio abruptamente sintiendo repugnancia, dolor y un enorme coraje. 

Dentro de él y todos sus compañeros muchas veces se preguntaron por qué. ¿Por qué nunca el pueblo hizo nada cuando comenzaron a reclutarlos? ¿Por qué la gente no luchó por defenderlos? ¿Por qué los dejaron solos? ¿Por qué jamás los buscaron? ¿Por qué jamás hicieron algo por recuperarlos? 

Su interior aumentó su temperatura ante el recuerdo de aquellos pensamientos y, tragando duro toda la conmoción que experimentó al ver de nuevo esa ciudad, cerró los ojos con fuerza y apartó la mirada. 

Volteó y miró atentamente a cada uno de sus siete compañeros admirando el país; admiró sus cuerpos, los anillos en sus dedos; inspeccionó los sentimientos en sus miradas y miró hacia atrás, donde Tei lo miraba con indiferencia arqueando una ceja. 

Y no necesitó hablar con ella para entenderla, porque ella al igual que él culpaba al pueblo por el hecho de que estuviesen encerrados ahí por tanto tiempo y, aunque  nunca quiso aceptarlo, por el resto de sus vidas. 

Rotura.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora