8. INDOCILIDAD

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No soy el tipo de persona que suele paralizarse ante situaciones graves, pero en éste caso, la línea cambia de dirección. Mis músculos se congelan y mi cuerpo entra en un letargo que me hace dudar de siquiera seguir respirando.

Las dos primeras explosiones llegan como el relámpago y el trueno. Las llamas se alzan a la distancia de tres edificios. Seguido de eso, el estruendo en cadena de las balas de los vigilantes aturde mi sistema auditivo y debo cubrirme las orejas para no perder la cabeza.

Los gritos comienzan a propagarse por cada rincón de la ciudad fantasma, transformándola a una zona de guerra. Mantengo la mirada alrededor durante un par de minutos y solo reacciono al ver a un grupo de personas doblar en una esquina. Entonces, empiezo a correr sin saber a dónde, tan solo sé que no debo detenerme.

«¿Acaso no es suficiente?».

Corriendo, atravieso el tramo de asfalto que me separa de un prometedor refugio.

«No mires atrás, no mires atrás...»

Repito esas palabras una y otra vez en mi cabeza, pero el peligro no está detrás de mí, ni en ningún punto en especifico, sino que recorre cada uno de los rincones de la ciudad que acaba de despertar. Llego al lateral de un edificio con fachada de ladrillo, cruzo el callejón hasta llegar a la otra calle y de ahí, corro un par de metros más. Me detengo de golpe al ver el brillo del uniforme rojo de los vigilantes bajo un faro de luz, de no haber sido por eso, no los habría visto puesto que sus uniformes se camuflan con las sombras en la oscuridad. Ninguno se percata de mi presencia y agradezco por ello. Pego mi cuerpo a uno de los muros detrás de mí y observo como se mantienen firmes frente a las puertas de un edificio en ruinas en el cual se pueden ver linternas en el interior.

«¿Qué demonios están buscando ahí?».

Me escabullo entre las sombras. Doblo a la derecha y corro por una calle angosta para salir de la avenida; sin embargo, casi al finalizar, distingo otro convoy lleno de vigilantes, así que me detengo sin saber qué hacer.

No hay más salidas por esta zona y la vía más cercana que puede sacarme del centro esta justo al cruzar esa calle, justo donde los vigilantes están. La otra opción que tengo es ir a uno de los edificios y esperar, pero corro el riesgo de que lancen otra bomba.

Debato mis opciones y decido por esta última; no puedo quedarme en las calles con tantos vigilantes por ahí.

Estoy a punto de trotar hacia el edificio más cercano, pero los sonidos ahogados de unos golpes me detienen. Contengo la respiración para no hacer ningún ruido; sin embargo, el golpeteo de mi corazón contra mi pecho me delataría con facilidad. Obligo a mis piernas a avanzar hacia el final del callejón dónde los vigilantes del convoy comienzan a dispersarse. Uno de ellos les grita algo a los demás sobre un perímetro y éstos trotan en formación. Sigo con la mirada su recorrido solo para trazar un croquis de un camino que me ayude a evitarlos. Exhalo e inhalo con fuerza y justo cuando estoy por correr hacia el otro lado, los veo.

Hay un grupo de personas al final de la avenida. No logro distinguir sus caras, primero por la oscuridad, segundo, porque la mayoría de ellos llevan máscaras, pañuelos o incluso camisetas envueltas alrededor de sus cabezas para evitar la toxicidad de las bombas lacrimógenas con las que los vigilantes suelen atacar.

No puedo moverme, no puedo hacer más nada que mirar hacia ese lugar estupefacta. Me sorprende que nadie corra en dirección contraría. Aun con las armas disparándoles, ellos permanecen de pie sin imutarse antes la amenaza.

«¿De dónde proviene tanto valor?»

Podemos pelear entre nosotros, pero en cuanto vemos a los vigilantes, corremos como animales asustados. Ellos no lo hacen, sino que permanecen firmes en su lugar y no puedo dejar de verlos embelezada, como si se tratara de un espectáculo de esos circos de los que mi padre solía contarme que iba cuando niño.

PERDIDA EN TINTA ROJA ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora