33. PIÉLAGO

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Me detengo de golpe cuando entro en el gimnasio. Han pasado varios días desde que me quitaron los puntos, por lo que debo comenzar con los entrenamientos de defensa personal porque es uno de los requisitos que necesito para salir de aquí.

Se supone que debo encontrarme con la persona que va a enseñarme lo que necesito saber a las cinco de la mañana. No voy a engañarme a mí misma, estoy nerviosa; no obstante, a la vez siento emoción por aprender las técnicas básicas de combate o todo aquello que me pueda ayudar a recuperar a mi hermano.

Pero toda esa emoción se evapora cuando distingo a la persona que se encuentra dentro de la estancia. Todo mi nerviosismo sale a flote cuando distingo a Julian hablando con un tipo —que asumo debe ser el entrenador o eso espero—, en una esquina del área. Espero que Julian no vaya a estar presente en el entrenamiento porque...

¡No sé! Pero no quiero que esté aquí.

Tomo una respiración profunda antes de dar un paso al frente y adentrarme en el marco rocoso de la puerta. Acomodo la tela elástica de la ropa para ejercicio que me dieron; la mayoría de las prendas que se le proporcionan a los habitantes de la resistencia son confeccionadas aquí mismo o bien, en alguna de las otras instalaciones repartidas por el país. Otras son recolectadas de las pocas tiendas que en su tiempo fueron verdaderas tiendas y ahora solo sirven para ocupar espacio en las ciudades.

Subo los dos escalones que separan el piso acolchonado del concreto rasposo y de inmediato, siento como Julian y el otro tipo voltean a verme. Sé que debo verme ridícula con este conjunto; sin embargo, no me dejo intimidar y avanzo con toda la seguridad que creo tener hasta el centro.

Julian se despide del tipo, a todas estas creo que el desconocido es el que va a acercarse para presentarse como mi entrenador, pero una parte de mí se siente decepcionada —o atormentada—, cuando me pasa por un lado. Lo sigo con la mirada hasta ver cómo sale por la puerta. Todo por no tener que ver a Julian.

—Eres puntual —lo escucho hablar cerca de mí.

—Pues ya ves, me gusta ser muy metódica.

Eso lo hace soltar una pequeña risa.

—Puedes engañarte, pero... ¿sabes qué? A los vigilantes no les importa eso.

—Lo comprendo perfectamente —Escondo mis manos detrás de mi espalda para que no vea lo nerviosa que me encuentro—. Supongo que tu...

Julian se inclina hacia el suelo sin mirarme y recoge algo que no logro distinguir desde aquí, pero cuando regresa a su antigua posición lo veo con un silbato en la mano.

—Quince vueltas alrededor de la pista —dice con tanta prisa que apenas lo escucho. Al ver que no respondo ni me muevo, el pitido del silbato me obliga a reaccionar—: ¡Ahora! No tengo todo el día para esto.

No lo pienso y comienzo a correr. La primera vuelta la hago sin mucho esfuerzo, pero a partir de la tercera empiezo a sentir un hormigueo en las piernas que me hace disminuir la velocidad.

—¡Estás corriendo! ¡No jugando a la tortura y el conejo!

Acelero.

Este será un largo día.

...

—Tienes que ejercer más presión en la muñeca —explica—. Así no vas a lastimar a nadie.

Tomo una respiración profunda y me contengo de decirle algo, porque Julian se ha tomado muy en serio el papel de instructor y a penas me ha dejado pronunciar palabra en los cuarenta minutos que llevamos aquí, pero es que no puede pretender que empuñe el martillo a la perfección el primer día.

PERDIDA EN TINTA ROJA ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora