40. Cerrando puertas para abrir ventanas

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Jamás me pensé en una situación similar, jamás pensé que tendría que recurrir a algo tan bajo como aquello para deshacerme de la ansiedad que me carcomía, una ansiedad que crecía día con día y se fortalecía en mi inconsciente.

     Mientras mantenía a Yunah abrazada por el costado y miraba la película frente a mí desinteresadamente —pues la misma había perdido un poco de sentido después de aquello—, un sentimiento de terrible culpa me invadió, uno que me reclamaba por no darme cuenta de lo afortunado que era, de lo feliz que debía ser en esos momentos sosteniendo a la chica que más quería a mi lado. Era como si mi mente se encontrara desconectada de mi cuerpo, como si no fuera yo mismo, como si estuviera haciendo el papel principal en una cinta que no era la mía, como si hubiera perdido la capacidad de reaccionar. Lamentablemente, la decisión de permanecer en ese estado había sido completamente mía, yo había permitido que mi dignidad se fuera por el desagüe en ese diminuto cubículo de baño. 

     ¿Y qué se sentía aún peor? Que no era la primera vez

     Había recurrido a ese recurso cuando todavía estaba de viaje en Incheon, encerrado en uno de los cuartos pertenecientes a la familia de mi padre, más específicamente al de una tía bastante prepotente y rica que no dejaba de repetirle a mi madre y a mí lo lujosa que era su casa y lo mucho que quería mantener sus pisos lustrados hasta que nos fuéramos. Esperaba fervientemente que nunca se enterara de la forma en la que había mancillado su baño del tercer piso, el único que fue testigo de la forma en la que desesperada y violentamente había expulsado mi comida previa. 

     Provocarme el vómito por primera vez en la vida había sido la experiencia más asquerosa, denigrante y dolorosa que había sufrido jamás. No tenía ni idea de cómo hacerlo y mucho menos qué extremidad de mi cuerpo usar. No fue buena idea golpearme el estómago varias veces ni dar vueltas sobre mi propio eje para obtener los resultados deseados. Es más, cuando por fin se me ocurrió meterme los dedos hasta el fondo de la garganta, fui tan imbécil que traté de meterme más de tres de un jalón, pues pensé que mi reflejo de arcada sería muy deficiente. ¿El resultado? Terminé casi ahogándome con mi propio puño y luego con mi propio vómito. Por algo la comida solo entraba por la boca y no salía por la misma, por algo había límites que te marcaba el cuerpo.

     En mi defensa, nada de eso hubiera tenido que suceder si la doctora del hospital no hubiera sido tan paranoica con respecto a mi estado después de experimentar la taquicardia, y mucho menos si mi madre y Yunah hubieran ignorado —o siquiera tratado de racionalizar— sus restricciones. ¿Qué creían, que el cuerpo de un chico tan activo como el mío no se vería afectado después de casi tres semanas sin hacer ejercicio? Obviamente sí. Lo pude notar desde el primer día: los cachetes prominentes, la desaparición de mi mandíbula afilada, el centímetro extra en mi cadera y la paulatina desaparición de mi abdominales. 

     Quise con verdaderas ganas intentar seguir los consejos de las mujeres preocupadas por mí, comer la dieta nueva que me mandaban y guardar reposo, pero me era inevitable no tocar todo el tiempo mi abdomen y mi estómago —palpando para encontrar la nueva extensión de grasa— o mirarme en cualquier superficie reflejante para confirmar las sospechas sobre mi deplorable aspecto. Todo en lo que había trabajado tan arduamente durante los últimos años se estaba desvaneciendo frente a mis ojos, se escapaba como agua entre mis dedos, y no lo sentía justo; no era justo perder el único triunfo al que le había dado prioridad cuando la situación con mis padres en Busan se volvía cada vez más desastrosa. 

     —¡Al diablo! —había dicho enfadado antes de separar mi mirada del espejo y sacar lo que había podido de la comida condimentada que acababa de ingerir. Nada ni nadie me arrebataría esos logros.

Dysmorphic Charm [jjk] [jhs]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora