5. Excusa tras excusa

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"¿Qué me duele? ¿Una pierna, un brazo? ¿Por qué siento que acabo de soñar con pasteles? ¿Ya me desperté del todo? ¡Ouch! Eso dolió. ¿Me golpeé la cabeza?".

     El dolor que comenzó a recorrerme la pantorrilla derecha terminó de despabilarme y me obligó a doblarme en una posición extraña para poder sobar mi zona afectada con avidez. El calambre se extendió por mi músculo, torturándome lentamente con un tirón que ya se me hacía conocido.

     Era la cuarta vez esa semana que me despertaba a mitad de la noche por un dolor en la pierna y aquello no me contentaba en lo absoluto. Además de que mis horas de sueño se veían reducidas —dándome menos ánimo del común—, me sentía cada vez más débil y frustrado porque sabía que, tomara las cantidades de proteína que tomara, nada iba a librarme de aquellos tirones que arremetían contra mí cuando más vulnerable me encontraba, o sea, en el quinto sueño.

     Finalmente —y después de 10 minutos acariciando de manera brusca mi pantorrilla—, el dolor mudó de mi ser y me permitió respirar tranquilo.

     La palabra "soñoliento" apenas describía mi estado actual. Quería volver a dormir y cerrar los ojos —mismos que sentía tan pesados como el metal— para esperar a que el alba entrara por mi ventana como era debido, pero al girar a mi derecha y vislumbrar la hora en mi despertador de buró, declaré bandera blanca a la inminente batalla y decidí levantarme. 

     Lentamente, me deshice de las pocas sabanas que aún cubrían mi cuerpo y me puse de pie. Luego, con todo el sigilo que había logrado desarrollar a lo largo de los últimos meses, comencé a vestirme y a guardar mis cosas dentro de la bolsa de deporte —que fungía también como mi mochila— antes de emprender el camino a la planta baja.

     Una vez allí, preparé mi licuado usual de proteína y me lo tomé sin pizca alguna de asco. Ya nada me parecía lo suficientemente apetecible de todas maneras, no después de haber repetido tantas veces esa rutina y vetar a mis papilas gustativas. Además, aguantaría lo que fuera con tal de seguir consumiendo mis queridas bebidas energéticas, las que me hacían funcionar en mi día a día. 

     Mientras tragaba el horrendo líquido lleno de grumos, aproveché para asomarme al patio delantero y observar por entre las rendijas de la persiana.

     El coche de mi padre se encontraba ahí, estacionado tan mal como siempre. Quizá él nunca lo había notado, pero al girar las ruedas y meter la primera velocidad antes de apagarlo, inclinaba ligeramente la dirección del vehículo y lo dejaba mal estacionado sobre la acera. Nunca había tenido la oportunidad de comentarle aquel detalle, pero no pensaba hacerlo jamás.

     Sin esperar a que despertara el pionero de mis pensamientos y tuviera que verlo de frente, me escabullí cual bólido junto a mis fieles compañeros —mi bolsa-mochila y el dinero para mi Red Bull de más tarde— por la puerta de entrada. Mi reloj de mano marcaba las 3.45 a. m.

[🦋]

Hacerle plática a la recepcionista del gimnasio por llegar siempre tan temprano me parecía una exageración, pero solo a esa hora de la madrugada podía encontrar el sitio vacío y evitar las miradas inquisitivas de cualquier espectador inoportuno, por lo que no me quejaba. 

     Una vez terminada la insignificante conversación sobre el clima frío de aquella mañana, me alejé de Eun-Ae y me dispuse a calentar. Solo entonces mi cerebro entró a su típico estado mecánico y dejó a esa sensación consoladora de catarsis envolverme. Ya no veía frente a mis ojos pesas ni aparatos atrofia-músculos, en realidad me transportaba a Busan.

     Mi madre estaba allí, cocinando la cena conmigo a sus pies. Aún estaba muy pequeño pero, aunque era iluso, también era muy feliz; la ignorancia dominaba mi vida. El olor de los platillos en cocción se enredaba junto a los rayos de sol entrando por la ventana en un baile incoercible de la mesa al techo y del techo al exterior.

Dysmorphic Charm [jjk] [jhs]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora