50. Aceptar haber perdido

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Despertarme con el recordatorio en las mejillas de haber llorado en sueños —los que justo no recordaba—, volvía a mi segunda mañana en Seúl molesta y desoladora.

     Era terrible abrir los ojos para ser bombardeado por malos pensamientos, por melancólicas sensaciones que se extendían desde mi interior hasta mis extremidades y me amarraban a la cama con sus cadenas de metal invisibles. Me dolía la cabeza por haber dormido pocas horas y por despertar terriblemente temprano, me escocían los lagrimales por haberlos ocupado de más la tarde y la noche anterior, y me punzaba la vista con los rayos de luz que se colaban por entre mis traslúcidas cortinas, los mismos rayos de sol que en algún momento de mi vida me habían dado la suficiente fuerza como para levantarme y comenzar mi día. Lamentablemente, lo único que me había enseñado la vida adulta era que poco a poco uno se iba volviendo más gruñón y menos agradecido. 

     "Claro, como toda la gente tiene la cabeza llena de tanta mierda", escuché decir en mi mente a la cruel voz que allí residía; la maldije mil veces por no regalarme más horas de su silencio y de su ausencia.

     "Sí, sí, ya, como sea", me respondí a mí mismo, riéndome sarcásticamente de la situación por lo hilarante que era pelearme con mi yo interno e hiriente a esa hora del día.  

     Eso sí era algo que agradecía cada mañana, el humor negro que me nacía debido a mi vulnerabilidad al despertar, el que me hacía ver las desgracias de mi vida a través de un filtro irónico y sin sentido para no sentirme tan desgraciado como normalmente hacía.

     Luego de mi momento terapéutico personal, me estiré tanto como pude en la cama, tronando cada uno de mis huesos —o mis "reumas", como me gustaba llamarles— y bostezando al nivel más alto que las 7 a. m. permitían en un hotel por respeto a sus huéspedes, un ritual que esperaba me quitara el mal humor y las ganas de fumarme un cigarro por no tener una idea de hacer algo mejor; justo como había hecho el día anterior, cuando mi ocio por permanecer en la habitación de hotel durante todo el día había terminado conmigo fumándome una cajetilla y viendo televisión basura hasta que el cielo se había oscurecido. 

     Me paré, tomé agua hasta que estuve harto —para sentir que hacía algo decente por mi sistema urinario al menos— e intenté hacer yoga y estirar, algo que, según la búsqueda rápida que hice en mi teléfono, permitía relajarse y meditar, no obstante, nada funcionó, nada me hizo olvidarme de ciertos ojos oscuros ni de la cantidad de recuerdos que una sola mirada suya me habían hecho evocar dos días atrás.

     Cuando, después de empezar a sentir que mi humor negro y mi actitud de "acepto que soy un perdedor, pero soy un perdedor con clase" se desvanecían a la velocidad de la luz y de que mis risas sarcásticas al aire terminaran convertidas en sollozos retenidos, marqué el número a casa para buscar consuelo en las palabras de mi madre y mi abuela, las que seguro estaban preocupadas por no haberles avisado nada desde mi llegada exitosa a la estación de Gyeongseong hacía dos tardes.

     Por fortuna, mi progenitora no permitió que yo esperara en la línea más de tres tonos, pues contestó su celular como si hubiera estado pegado a él hasta que yo llamara de nuevo; algo que esperaba sinceramente que no hubiera hecho.

     —¡Hijo! ¡¿Por qué no volviste a marcar antier, eh?! —gritó al primer instante por el auricular, obligándome a separármelo de la oreja tan pronto como fuera posible. Quería conservar mi sentido auditivo intacto—. ¡Tu abuela estaba muy preocupada por ti y yo también! Habría deseado que me informaras siquiera en dónde pasarías la noche...

     —Mamá, yo... —quise excusarme, pero ella volvió a hablar, por lo que decidí esperar a que terminara su monólogo de regaños y se sintiera satisfecha con los reproches que me lanzaba. En realidad, el simple tono de su voz, aunque fuera histérico, ya me estaba llenando de paz en el interior.

Dysmorphic Charm [jjk] [jhs]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora