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DIME MENTIRITAS

LAUREEN



A mis quince años decidí que quería dedicarme al arte. A nadie le gustó esa idea y por un par de años estaba decidida a pelear por ello. Vale, era una cría y cuando somos críos pareciera que tomamos el coraje por los cuernos y lo montamos sin problema. Somos invencibles. Somos la incomprensión llamada rebeldía. Recuerdo la sensación de creer que nada era imposible, que podía alcanzarlo, que nadie me frenaría. Recuerdo decir sin miedo que podía ser una gran pintora y luego, cuando comencé a dar clases a escondidas de mis padres a niños de un hogar de acogida, supe que quería ser maestra de arte. Tener una academia. Desafiar las probabilidades con mis sueños. Tenía un seudónimo. Tenía pensado mi estilo. Mis rizos definidos y locos en una melena desordenada. Unos lentes circulares. Un labial rojo intenso. Una jardinera de jeans con unas zapatillas para andar cómoda por mi estudio y un tatuaje en mi antebrazo de un ave saliendo de una jaula. Me imaginaba así mi vida. Libertad, le llaman.

Es curioso como podemos llegar a sentirnos presos de una vida a la que se supone que solo tu tienes la llave, incluso la tienes colgando del pantalón ¡joder!. Está ahí, abre la puerta, estoy tentada a decirme frente a un espejo la mayoría del tiempo. Algunos le dicen autoindulgencia. Yo le digo miedo. Porque, lo cierto es que ya no soy esa niña de quince años.

La última vez que gané un concurso de pintura fue con un cuadro que todavía guardo bajo la cama. Cuando inscribí la obra, debía ponerle un título. Le llamé «colisiones». La pintura era con técnica de acuarela. Pinté a una niña y un niño flotando en un fondo oscuro. Estaban tomados de la mano, atraídos por fuerzas opuestas que los querían alejar. En el interior de cada uno habían astros, planetas, estrellas. Todo un universo, pero ambos diferentes. Los dos tenían la piel agrietada y de cada grieta salía luz de su interior y la luz se transformaba en estrellas y llenaban el firmamento. Ellos eran el mundo. Habían transformado la oscuridad y la habían hecho suya. Habían vaciado sus grietas y derramado la belleza de su interior roto. Los astros. Los planetas. Las estrellas. Todo era derramado a través de las aberturas de ese caparazón que llamamos piel.

Me sentí muy orgullosa de ese cuadro y siempre creí que la vida era eso. Colisiones de personas rotas en cuyo interior hay vida.

Somos eso: Colisiones.

Estamos en permanente choque con otros.

Hay momentos en los que quisieramos estar fuera de todo, muy lejos de los demás, porque sabemos que un pequeño roce puede ocasionar una gran explosión. Aguantamos. Resistimos. Intentamos. Pero, guardamos tanto bajo las capas de nuestra piel, que nos damos cuenta lo pequeño que somos para tanta carga. Somos recipientes de estrellas fugaces que intentan seguir un rumbo directo, pero en el camino, recogemos piedras, polvo estelar, planetas y hacemos de nosotros un universo demasiado grande. Bajamos el ritmo. Intentamos resistir el peso. Opacamos las estrellas que guardamos. Hasta que, no lo esperas y algo te impacta y quizá ese impacto es otra persona o una circunstancia. Pero, chocas. Explotas y todo lo que hay en ti se derrama. Entonces, los demás te conocen de verdad. Conocen tus estrellas fugaces, pero también los asteroides, el polvo de estrellas, la gravedad de sus secretos y los mundos que has descubierto en tus años.

Y lo había olvidado.

Había olvidado cuanto amaba ese cuadro, hasta que aquella noche me acordé de él.

Eso pasó.

Todos colisionamos.

Y los rumbos que debíamos tomar, se desviaron. Y nuestras estrellas se derramaron bajo nuestros pies.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora