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LAUREEN


Lo mejor de Nueva York no es Central Park ni la Estatua de la libertad. No es el Empire State Building, el Time Square ni el Met. Las atractivas Rocketts ni sus exquisitas hamburguesas o pizzas. Busca mil razones para visitar Nueva York y te las darán. Para mi, lo mejor de Nueva York es como se ve la ciudad en invierno. Los copos de nieve cayendo y bañando las calles. El brillo tenue de la nieve sobre los autos. El resplandor de la ciudad en ese blanco puro. El olor de un buen café de la esquina de la séptima y su calor en tus manos traspasando las fibra de los guantes. El vaho cada vez que respiras. La sensanción de libertad acompañada de un frío gélido que te hace saber que estás vivo, que sientes. Que estás ahí. El abrigo de la ropa pesada que se parecen a los arrullos de mamá cuando te va a dar las buenas noches a los cinco años. Son sensaciones pequeñas y muy insignificantes las que te puede brindar esta ciudad en invierno, pero si prestas atención te pueden hacer sentir vivo, otra vez.

Y esa noche nevababa. Los copos de nieve caían y pintaban mi nariz de blanco.

Wes caminaba a mi lado sosteniendo un café irlandes y yo un irish que habíamos comprado en un pequeño lugar que está entre dos grandes edificios, pero que solíamos frecuentar cuando éramos unos críos en primer año de universidad. Mi café sabía a recuerdos, besos robados y juventud. Me pregunté a que sabría el suyo, tal vez a esperanza, deseo y memorias.

—¿Y tu amiga no te ha llamado? —preguntó luego de media cuadra en silencio. Habíamos dedicido que necesitabamos caminar luego de pasar dos horas sentados en esa mesa degustando el nuevo menú que había nacido en nuestra separación.

Joder. Por ese tipo de cosas es que tuve apendicitis.

Suspiré apesumbrada.

—No. Le he dejado unos mensajes y solo me ha respondido con un puto dedo hacia arriba —Le hice el gesto con mi mano de ese emoticón de mierda que hace que a todos nos hierva la sangre cuando nos responden con él.

—¿Y ella no sabía? No entiendo como el comité médico permitió un trasplante con un tío dieciocho años mayor.

Me encogí de hombros.

—Era deportista, por lo que tengo entendido. Era eso o dejarla morir. Tal vez tenga que someterse a un nuevo trasplante en unos años. Esperemos evolucione bien.

—Esperemos —repitió luego de una respiración profunda.

Caminamos en silencio por otros minutos. Las bocinas de los carros y el murmullo de las personas que nos pasan es lo que nos acompaña, aún cuando en las películas te hacen creer que hay una musiquita de fondo lo bastante ad hoc a un próximo beso, en la vida real solo te acompaña la contaminación acústica y la verborrea de unas amigas que caminan tomadas del brazo como gemelas.

Me apego a Wes cuando un tío pasa corriendo con su portafolio serpenteando al son de sus pasos agigantados. Me choca el brazo y yo me apego al chico de cabellera de príncipe que tengo a mi lado.

Nuestras manos se tocan y me siento otra vez en el mundo de princesas.

No debería pasar. No debería sentir tanta ansiedad de estar junto a él. Nuestra historia es vieja como la de las parejas de Nicholas Sparks. Esas historias que quedaron inconclusas y la vida las vuelve a reencontrar porque le gusta ese rollo de cerrar ciclos, de poner punto final a la última página y guardarla en la estantería que guarda bajo llave con el título de "Amores que me gustó fastidiar".

Nos detenemos en un sémaforo en rojo y yo aproveché de observarle con disimulo. Observé su perfil grueso de mandíbula marcada y su nariz recta. Su cabello rizado y rubio que roza lo pelirrojo, cual tipejo británico de esas series de romance histórico de Netflix. Su barba de tres dias que le gusta llevar siempre desde que dejó de ser un adolescente tímido. Sus ojos oscuros y profundos. Ahí estaba, el de siempre. Wesley Roth Harper, el amor de mi adolescencia y juventud. El chico que me hizo suspirar y sentir mariposas en el estómago por primera vez. Con quien no conocí otro mundo que no fuese el que él me quiso mostrar. Quien me partió el corazón cuando se marchó. Quien me hizo soñar sus sueños y llorar su tristezas. Ahí estaba, luego de dos años al otro lado del océano. Dos años que se deshicieron como agua entre los dedos. Dos años en que me sentí perdida, pero no por no estar con él. Si no, por no saber quien era sin él. Y he ahí el peligro del amor y la mayor trampa de cupido: Hacerte creer que el único amor es el amor de pareja.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora