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Los deseos de un diente de león

LAUREEN


Recordé aquella vez.

La primavera había comenzado hace poco y mis padres habían viajado a la inauguración de un Centro Neurológico en Los Ángeles en el que ellos habían donado maquinarias. Fue el mejor momento de sus carreras, apenas habían adoptado a Violet y ella aparecía en todas las fotografías de las revistas médicas como la afortunada hija de los Davis - St.Clair. Lo cierto es que muy pocas veces aparecía yo con ellos y no, no era que se avergonzaran de la primogénita, al contrario, yo me quedaba en casa estudiando, haciendo los deberes, asistiendo a actividades extracurriculares que me permitieran tener un buen registro curricular para una universidad de la Ivy League. El problema no era ese, porque todo padre quiere lo mejor para sus hijos, el problema era que yo tenía apenas once años, casi la edad de Liv. A esa edad, no debes estar preocupado de la Ivy league, de las últimas innovaciones médicas, o si el profesor de matemáticas que tus padres contrataron para los fines de semana le dirá a ellos que ha descubierto los dibujos en el libro de clases en lugar de los ejercicios. No. A esa edad debes preocuparte de pedir todos los deseos posibles con un diente de león.

Yo no sabía eso, hasta aquella tarde con Jordana.

Fue el primer sábado de aquel año en que no me la pasé encerrada aprendiendo matemáticas con el Sr. Collins. Jordanna le dijo que me encontraba enferma y canceló la clase. La misma razón le dio a mis padres. Pero, en realidad nos habíamos fugado a un parque a pasar la tarde. Un parque lejos de casas grandes y lujosas, lejos de familias perfectas y de niños sin infancia. Un parque con bancas descoloridas, flores mal cuidadas y juegos de madera. Nunca había ido a un parque tan pequeño y con tan solo apenas unos columpios, pero tenía algo: Un campo de flores casi tan envidiable como el de Alicia en el país de las maravillas y muchos, muchos, muchos dientes de león.

Le había rogado a Jordana que me llevara a conocer los dientes de león. En mi casa nunca habían porque eran mala hierba y el jardinero no tardaba en cortarlas. Yo siempre había querido soplar uno y más cuando Jordana me contó la historia de los deseos que se desataban al hacerlo.

—¿Uno o dos? —pregunté.

—Los que tu quieras, cariño.

Hice un mohín. Eso no era exacto.

—¿No me lo quieres decir porque son tres?

Jor me miró con ternura en sus ojos. La dulzura con la que siempre me envolvió en cada gesto que brotó de su piel.

—¿Son tres? —insistí, frustrada.

—Es solo un número, cariño —rio y acarició mi pequeña cabeza que seguía atolondrada ante la desesperación de que los deseos se pidan en números impares.

—¿Y si te doy un deseo a ti? —Jor esbozó esa sonrisa pequeña, pero suficiente para brindarme confianza —. Si te doy un deseo, me quedarán dos. El dos es un número par. Entonces, podría pedir mis deseos.

—¿No te molesta quedarte con menos?

Me encogí de hombros.

—No necesito mucho, ¿sabes? Mis padres tienen dinero y la verdad es que no me gusta el olor de los billetes. Así es que, creo que con dos estoy bien.

—Vale. Entonces, me quedo con uno, pero si lo necesitas algún día te lo devolveré.

Arrugué la nariz.

—Uno también es impar.

—Y te presto uno mío, ¿te parece?

Sí, era un buen trato.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora