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Elévate. Vuela. Sueña

ALEX


La cama estaba vacía, pero su lado seguía tibio. Su ropa ya no estaba en el suelo; La mía, en cambio, estaba doblada en una silla junto a mis bragas de anciana y ahí, sobre la mesita de noche, un papel doblado en cuatro. Lo abrí con rapidez y se cayó al suelo, estaba torpemente nerviosa por lo que había pasado la noche anterior. Tal vez, no era más que un buen polvo de dos amigos o lo que sea que seamos, ya no estaba segura, pero había sido diferente. Había sido él. Él y yo diciéndonos todo lo que nunca creí que nos atreveríamos a confesar, solo que sin palabras. Éramos él y yo y nuestros cuerpos hablando mejor que lo que nunca nos dijimos.

Cuando leí lo que estaba escrito en el papel, sonreí hasta que brotó en mi una carcajada de quinceañera.

Corrí a la ducha sin dejar de sonreír.

Lo busqué con la mirada entre el gentío y los niños que corrían con sus tablas de surf. Seguí avanzando sintiendo la arena filtrarse entre mis sandalias y me pregunté si había dado bien con la ubicación. Avancé unos cuantos metros y pregunté a un sujeto donde estaba el puerto de lanchas. ¡Sorpresa! Me había equivocado. Era hacia el sentido contrario. Otro motivo más para sonreír: Era de las que se volvían estúpidas cuando las mariposas le habitaban el estómago.

—¿Esto es en serio? —Reí, nerviosa cuando lo encontré sentado en una banca frente a la playa con un libro entre las manos. Lo guardó en su bolso en cuanto me vio llegar.

—Claro, solo nosotros dos —contestó satisfecho y me observó. Los lentes de sol no me permitían saber si me observaba fijo o si estaba como yo, apartando la mirada cada cinco segundos, nerviosa. Pero, no lo parecía. Alex estaba casi tan relajado como siempre. Yo, en cambio, me sentía tan torpe como Ana de Frozen cuando conoce a ese príncipe que le propuso matrimonio en menos de una hora.

¿Qué puedo decir? El amor nos vuelve algo estúpidas. Parece que las neuronas duermen siesta luego de un polvo. No tengo pruebas, pero tampoco dudas.

—¿Nos escaparemos como los niños? —pregunté sin poder dejar de sonreír.

—Liv me ha dicho que pasará la tarde con Hannah y Adam. Irán a unos volcanes y yo dije: ¿por qué no aprovechar? —sonrió. Una sonrisa muy mona que me ponía los pelos de punta.

—No puedo creerlo —carcajeé, incrédula y me llevé el dorso de la mano a los labios intentando ahogar mi propia felicidad —¿No te preguntó donde pasaste la noche?

—¿Crees que soy estúpido? —Arqueó una de sus cejas —. Me fui temprano para que no sospeche.

Y yo imité su gesto, cruzándome de brazos.

—Creo que tu crees que ella es la estúpida. La subestimas.

Alex se levantó de la banca, dejó el bolso en ella y con una de sus manos cogió mi cintura y con la otra mi nuca y me llevó hasta sus labios.

Un beso suave, de esos que acarician tus labios para luego hundirse en su interior. Corto, tan corto que apenas pestañeas y ya acabó, pero, de esos que hablan, qe dicen un te quiero o un te extrañé. Esos que son efímeros, pero cargados de magia, como un buen sueño.

—¿Aceptas o no? —preguntó al despegar su boca de la mía.

Hice un mohín y envolví su nuca con mis brazos.

—¿No podemos volver a la cama?

Negó con la cabeza.

—En la cama no puedes volar.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora