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ALEX

Nunca me consideré alguien de muchas palabras, vale decir, soy bueno parloteando en los tribunales porque es lo que tengo que hacer —y me pagan bien por ello —, pero más allá de un saludo cordial y un par de palabras triviales, no me interesa seguir una conversación. Eran pocas las personas con las que había logrado ser un libro abierto, creo que podría contarlas con una sola mano: Mi madre. Becca. Adam. Y luego... Laureen. Pero, lo sé, esa es una historia para más adelante. El punto es que antes de ella, solo estaban ellos tres. Me gustaba escuchar y analizar a las personas, observarlas mientras trataban de mentir o sentirse superiores. Incluso, me gustaba eso de hablar luego de que todos hayan terminado. Una idea coherente. Palabras serias. Odiaba la idea de transformarme en un necio, aunque después de todo, sin querer serlo, lo fui. Estaba siendo un necio tratando de seguir una vida que no era mía. Lo siento, no me quiero adelantar. El punto es que, a pesar de que nunca hablaba demás y de que podría tener tantas palabras guardadas bajo la manga... ese día... Joder. Ese día me faltaron palabras.

Nada había cambiado. Los árboles, tal vez un poco más gruesos que antes, seguían bordeando la pequeña plaza en la que solía pasar tardes enteras jugando con viejos amigos, llenándonos de tierra y polvo, llegando a casa despeinados tanto correr, con las rodillas peladas y los codos con magullones, pero sonrientes. Muy sonrientes —y a veces con un diente menos en la época que se caían solos —, pero para nosotros valía la pena compartir juntos esos momentos. Las bancas seguían siendo de ese color rojo oscuro y añejo que no añade nada al lugar. En medio de ella, una estatua del primer alcalde en un pobre color cobre, rodeado de flores moradas, amarillas y blancas. Doblé en una esquina para comprobar que la vieja heladería del señor Ricky siguiera ahí. Sí, estaba. El mismo color rosado claro. Las mismas banderitas rojas en la entrada. La misma melodía que arrastraba en silencio, como las hojas el viento, los recuerdos de una infancia feliz. Ningún pequeño edificio había cambiado su color y todos los rostros que caminaban por la acera parecían ser portadoras de viejos recuerdos. Por el rabillo del ojo podía notar como algunos se volteaban a observar el carro. Murmuraban algo a quien tenían a su lado y luego volvían a encaminarse a su destino. Sentí que mi corazón se apretó. Algo parecía añorar todo esto. Pero, otra, muy diferente, se alegraba de la decisión de haberme ido porque, aunque allí yacían todos mis recuerdos, George Town era un pueblo congelado en el tiempo... Y en algún minuto yo también me hubiese congelado con él.

Aparqué el carro frente a una casa ubicada al final de una calle aledaña a la avenida principal. Había cambiado, ya no era de un piso y tampoco tenía una puerta de madera. Ahora tenía dos plantas y un ático, un cerco de madera más alto que el anterior y un jardín sin flores, solo césped. A mi madre le hubiese dado un ataque. Su casa era hermosa. Me la imaginé insultándome por haberla vendido. Sin embargo, el viejo árbol seguía en ese rincón con el columpio de neumático que había hecho papá.

Sonreí.

Y eso fue todo. No pude seguir ahí.

Encendí el carro y me fui. Tan solo necesitaba comprobar que ese árbol siguiera allí.

Otro apretón en el pecho.

Ese árbol era otro baúl de recuerdos.

Esperé las dos horas que faltaban en el carro aparcado en la única gasolinera de George Town. En la radio solo había noticias sobre las siguientes elecciones de representantes para las presidenciales del otro año. La apagué. Preferí el silencio.

Esperé el mensaje de texto y las dos horas parecieron ser días en un desierto.

Cuando la luz del móvil se encendió y vi su nombre en la pantalla me quedé sin aire y, por un instante, creí que no podría lidiar con lo que seguía. No, no el hecho de ser padre; si no, el hecho de verla a ella tras esa historia que quedó inconclusa. Mis manos se aferraron al volante como la primera vez que mi padre me hizo conducir su carro. La palanca parecía más dura que antes y los pedales trabados. La distancia que calculaba por el espejo retrovisor parecía una eternidad. El tiempo pasaba más lento, tanto, que podía escuchar el viento rugir cuando en realidad apenas soplaba.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora