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ALEX


Las cenizas del cigarrillo caían sobre la pequeña taza blanca que aún conservaba la tibieza del café que me acompañaba desde hace un rato. El departamento estaba amparado por la oscuridad de la noche y lo único que lo iluminaba era el rojizo débil que ardía cada vez que le daba una calada al único veneno que podía calmar un poco mi ansiedad aquel día. Me incliné sobre la laptop que reposaba a los pies de la cama. La pantalla se encendió y dejó en evidencia el desastre. Nunca había sido desordenado, me gustaba el orden y sentir el olor del aromatizante en lugar del polvo acumulado. Pero, no estaba de humor para ser ese Alex. No aquella noche.

Resoplé, cansado.

Había observado tantas veces la pantalla de la computadora que había memorizado cada píxel de la página que estuvo abierta toda la tarde. Pero, la frase que contenía el nombre «Olivia White», era lo que sobresaltaba en esa imagen.

Le di la última calada al cigarro hasta que ya no hubo tabaco que quemar. Lo deje caer dentro de la taza que reposaba sobre la mesita de descanso y allí dejó de brillar. Ahora estaba totalmente a oscuras y mi conciencia no parecía entender que la noche significaba relajo, tranquilidad y receso. Pero ¿a quién quería engañar? No tenía derecho a tener la conciencia tranquila.

Cogí el teléfono y marqué el número de Adam con la esperanza de que el asunto de la pasante ya se haya resuelto. Necesitaba hablar con él sobre Olivia White. Había esperado mucho tiempo, debí haberlo hecho desde el inicio, pero no pude y la consciencia ya me estaba comiendo las entrañas. Adam encajaba en el perfil de aquellos que odian a las personas como yo si tan solo le dijera lo que hice. No me daría oportunidad de explicar ni de dar la lista de motivos totalmente cuerdos y justificables de porqué hice todo eso. Simplemente me mandaría a la mierda tras un golpe merecido, tal vez. Y eso fue suficiente motivo para no contarle de esto cuando apenas se había enterado de que la pasante estaba enferma.

Pero, ahora tengo la soga atada al cuello.

El teléfono suena siete veces antes de que contestara. Siete tonos en los que pude arrepentirme.

Y lo hice.

—¡Eh, hijo de puta! ¿Me has leído la mente? Estaba pensando en llamarte —dijo con una voz que profesaba felicidad.

—Es que te extraño, gilipollas —bromeé, aunque en mi rostro no se dibujaba una sonrisa. Observé la cajetilla vacía en la mesita de noche y pensé en cuánto deseaba otra ronda. Volví a la conversación antes que se formase un silencio —. ¿Y bien? ¿Encontraste a la pasante?

Los dedos de mi mano derecha desprendían el olor de la nicotina. Cambié el teléfono a mi mano izquierda mientras caminaba hacia el baño para lavar un poco el rastro que quedaba de mi ansiedad. Sujeté el teléfono entre mi oreja y el hombro mientras escuchaba la voz de Adam que anunciaba buenas nuevas.

—Sí. Me siento mal, pero estoy tranquilo. Diría que hasta feliz —Hablaba acelerado —. Me ha mandado a la mierda y yo no la he tomado en serio, pero no sabes el alivio que siento en estos minutos. Una parte de mí creía que la encontraría... Vale. Tu sabes.

—¿Entiendes que en esa frase dijiste muchas cosas que no deberían ir juntas en una sola oración? ¿Cómo es que eres abogado y hablas como la mierda?

—Cierra la boca —carcajeó —. Me alisto para ir a buscarla a su casa.

—Creí que te había mandado a la mierda.

Fui al a cocina descalzo y pisé una poza de agua que salía del lavado. Mascullé, irritado, un par de improperios que Adam no escuchó. Había olvidado que había solicitado al conserje del edificio que llamase a alguien para que lo arreglara, pero el sujeto es tan ineficiente que si no le recuerdas, no lo hace y yo no estaba con la cabeza concentrada en recordar gilipolleces.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora