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COSAS DEL TIEMPO


LAUREEN


A mis diecisiete supe que tenía un sueño irrisorio con el que era capaz de cerrar los ojos fuertemente y rogar hasta llorar porque fuese verdad. No, no hablo del arte. Hablo de algo más grande. Quería tener el poder de retroeceder el tiempo. No, no es broma.

Mi padre solía decirme lo que tenía que hacer a mis dos años y eso era normal, era una cría que todavía no sabía pronunciar una palabra de más de cuatro silábas y necesitaba que me mudaran al menos dos veces al día, no podía esperar más de mí. Pero, no me refiero a eso. Mi padre me comenzó a hablar de universidades y grandes hazañas intelectuales desde mis dos años. Recuerdo tener tres y estar sentada en su despacho mientras sujetaba mi mano con fuerza para que hiciera bien un círculo y lo pintara sin salirme de la jodida línea. Cuando llegué al kindergarten, era la única niña de cuatro y pico años que podía dibujar con una motricidad de siete años, decir los números en orden y comportarse con tanto decoro como si estuviesemos en la edad victoriana. Yo era una estatua, decían. Era una niña avanzada a mi edad. Era prodigio. Era una Davis – St. Clair.

Cuando entré a una de las secundarias privadas más caras de Nueva York y comencé la edad en la que todo adolescente es un estúpido: los dieciseis, nadie me dijo que debía ser una fuerza imparable de la naturaleza, que debía velar por mí, que debía hacer lo que me hiciera feliz y que si quería hacer una maldad era la edad ideal para hacerla. Nadie habló conmigo sobre sexualidad. Que los chicos me iban a traer problemas. Que usara preservativo. Ya saben, esas cosas que suelen hablar los padres con los hijos. Solo me dijeron una cosa: Tenía que llegar a la universidad y estudiar medicina. No había más. Fue la única charla importante que recuerdo de aquél tiempo.

Y lo hice.

Pero, cuando recibí la carta de aceptación a Harvard y Columbia, quise llorar. Sumado a eso, mis padres querían que yo sea la mejor, por lo que no necesito expresar lo que me dijeron cuando les dije que elegiría Columbia solo porque estaba en la misma ciudad y no quería emigrar.

El día en que abrí el sobre grande, me encerré en mi armario mientras mis padres, sus amigos y Wes preparaban una cena estrafalaria en el comedor que solo usan para ese tipo de eventos: Los que son para denostar grandeza. Me encerré. Lloré y no paré. Lo cierto es que no tenía solo esas tres cartas en mi mano, tenía una cuarta, la del Instituto de arte de Chicago.

La conversación sobre mis dotes artísticos había quedado zanjada con mis padres hace mucho. Ya no era tema. Sabía lo que pensaban. Asi es que, hice tres cosas: Cerré los ojos. Apreté la mandíbula. Abracé la carta.

Y luego, lloré.

Al final, cuando Wes tocó la puerta para saber si ya me había puesto ese vestido rojo que a mamá le encantaba porque según ella me hacía ver como una dama refinada, me paré frente al tocador, sequé mis lágrimas y me maquillé. Me miré al espejo decidida y me convencí a mi misma que podía hacerlo, que mis padres velaban por lo que era mejor para mí. Recuerdo observarme y ver en mis pupilas el débil brillo de la engañosa tranquilidad que solo es producto de esa hipocresía que esconde el pavor a enfrentar tus demonios. Era una farsa. Pero, me convencí de que era real. Yo sí quería estudiar medicina. Yo sí quería ser pediatra. Yo quería ser alguien. Porque, solo eres alguien si tienes un título universitario, me dijo mi padre una vez. Es la única forma de tener un lugar en el mundo laboral cada vez más cruel, y luego siguió: Siempre debes ser la mejor.

Y lo fui.

Lo fui desde niña hasta ahora.

Pero, mientras era la mejor, mi cabeza pensaba en colores, en pinceles, en texturas, en sueños. En retroceder el tiempo. En equivocarme. En ser libre.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora