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LANGWEILING 

LAUREEN



Sin saberlo, Alex y yo estábamos viviendo la misma novela. Por alguna u otra razón, ambos coqueteábamos con el pasado y una pequeña parte, escondida en lo más recóndito de nuestros corazones, tenía la esperanza de que resultara, de que no tengamos que volver al presente a vivir en esas incertidumbres del día a día que nos comían vivos. Porque, podíamos ser muy diferentes, pero él y yo teníamos una cosa en común: Odiábamos la idea de perder el control. Y, el pasado, significaba control. Algo conocido. Un coqueteo seguro. Tal vez, nos tocaba bailar con la fea, pero vaya que era fácil.

—Es increíble como la historia se repite, ¿no? Tu y yo aquí en este café de hace un par de años, sentados en la misma mesa con vista a Central Park —Wes reía y mostraba su dentadura perfecta cuando lo hacía. Cogió la taza de vidrio que guardaba el café cortado y lo llevó a sus labios con la misma elegancia de hace un par de años atrás cuando no tenía nada más que la gorda billetera de sus padres para sostenerlo. Ahora, la gorda billetera era suya y exhibía, con todo el derecho, la excentricidad que siempre deseó.

—Y al parecer nada ha cambiado, porque te sigue gustando ese café repugnante —arrugué la nariz.

—Venga, que es riquísimo. Tal vez si lo pruebas ahora te guste. Vamos, algunas cosas deben ser diferentes, ¿no?

—Pues... uso copa menstrual. ¿Eso cuenta? —Me ruboricé en cuanto lo solté. ¿En qué cojones estaba pensando?

Sin embargo, a Wes le causó gracia y se echó a reír. Y yo le seguí.

El café en el que estábamos era, por lejos, el mejor de Nueva York—aunque, si le preguntan a mi madre, de seguro ella dirá que no, porque no sirven platos franceses —. Estaba en un pequeño edificio antiguo que trataba de conservar un estilo retro antiguo, como del siglo veinte. Estar aquí era estar en la plena época en que nuestras abuelas salían con sus vestidos pin-up y esos peinados que requerían horas y horas con los ondulines en el cabello. Era una ola de recuerdos. Fotos de esos años colgadas en todo el primer piso que iban por orden de sucesos, desde principio de siglo hasta la ola de Woodstock. Y luego, al subir por la escalera, viejos afiches publicitarios y piezas de los primeros automóviles colgadas en lo más alto. Guardaban historias, así como nosotros con miradas que pretendían ser tímidas pero que escondían los secretos de todas las noches que pasamos juntos. La idea de venir aquí fue de él, que en cuanto lo llamé, reconoció que esperaba con ansias mi llamada, pero que creía que no lo haría. Nos justificamos en el burdo paso del tiempo, en que queríamos saber de nuestras familias y de lo mucho que habíamos cambiado desde la última vez que nos vimos, cuando rompimos en una noche de primavera donde se supone que florece el amor, pero nosotros decidimos terminar con ese famoso cliché del «no eres tú, soy yo» y del de «la distancia nos hará sufrir».

Es curioso que hayamos escogido un lugar tan parecido a lo que somos nosotros. Pero, vale, este siempre había sido nuestro lugar. Aquí fue nuestra primera cita y nuestra primera pelea, nuestro primer «perdóname» y nuestros primeros sueños como pareja. Este lugar se había llevado todas nuestras primeras veces y las que no pudo arrebatárnoslas, Wes lo había hecho, con sus miradas, sus caricias y sus carcajadas que terminaban con dolor de panza.

Algo nos pasó, porque, si nos hubiesemos amado tanto, tal vez no nos hubiese importado el hecho que Wes se iba a Europa por un tiempo. En fin. Tina decía que lo idealizaba demasiado. Yo no lo sé. Solo pensaba una sola cosa mientras tomábamos café esa mañana: «Quiero un poco de estabilidad, joder». Y Wes era sinónimo de todo lo que estaba buscando... o necesitando. Me traía recuerdos. Hechos seguros. Acciones que ya conocía.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora