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ERES LAS ESTRELLAS QUE ESTÁN POR DESCUBRIR

ALEX

—Perdón. No sabía que había alguien más despierto —murmuré a espaldas de Laureen luego de un silencio que se prolongó por minutos.

— Hannah se fue a acostar hace dos horas. Yo no podía dormir, creo que te he ganado el lugar —Su voz sonaba plana y apagada.

—Tu chimenea es ancha —Me quedé de pie a su costado —¿Puedo?

Se encogió de hombros como respuesta. Me bastó para tomar asiento a lo indio, a unos centímetros de Laureen.

Creo que pasaron alrededor de treinta minutos en los que no nos dijimos nada. En nuestras pieles danzaban los reflejos del fuego y en sus ojos lo hacían sus pensamientos desoladores. Lo único que mediaba entre nosotros era el crujir de las brasas y el sonido del teclado de mi laptop interrumpido por los pequeños sorbos del chocolate caliente de Laureen que apenas emanaba vapor.

—Y entonces... —alargué la S a propósito mientras pensaba en qué decir —, ¿te dio insomnio? —asintió —. Por cierto, gracias otra vez por lo del cumpleaños de Liv.

Por el rabillo del ojo noté la pequeña y contenida curvatura en sus labios.

—Lo estás haciendo bien con ella, lo sabes, ¿verdad?

Sonreí, apenas.

—La verdad es que no.

—Pues lo estás haciendo bien.

—Desde hace unas horas estas extraña.

Y ella lo hizo también.

—Según tu, yo soy extraña.

—Eres parlanchina, irritante y acosadora, pero extraña... —inspiré profundo. Cerré la laptop y sostuve mi peso con mis manos, intentando adoptar una posición más cómoda a una conversación que prometía extenderse. Ambos nos quedamos viendo la leña arder —Sí, bueno, extraña solo a veces cuando te pones a contar en voz alta sin motivo aparente.

Volvió a sonreír, esta vez más débil.

—Si. Son cosas. Ya sabes, estupideces que atormentan a las mentes inseguras.

—¿Sabes que apodo te pondría ahora?

—¿Drama Queen? —Por primera vez en esa noche, ladeó su rostro para buscar mi mirada y la encontró.

Su rostro estaba más apagado de lo que creí y en su mirada estaban todas aquellas cosas que su boca no quería profesar. Por un instante, deseé arrancárselas. Pelear por ella. Cogerle los hombros y sacudirla hasta que caigan de su cabeza aquellas cosas que la atormentaban.

—No. La chica de los ojos tristes —Y esta vez, le sonreí con compasión, pero contuve el deseo de extender mi mano y apartar de su rostro aquél mechón rizado que le cubría parte de su ojo izquierdo —. Estás triste. Lo noto, te ves horrible.

Puso los ojos en blanco.

—Vaya, gracias.

Aclaré la voz porque ese asunto de ser un buen terapeuta no se me daba muy bien.

—¿Quieres hablar de eso?

—¿De mi fealdad? No, gracias. Prefiero conservar la poca estima que me queda.

—Tonta —dije y busqué mi café, volviendo la mirada al fuego.

—No es nada grave.

—Lo sé, hay cirugías plásticas.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora