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ETERNIDAD

HANNAH


Cerré los ojos por un rato e inspiré profundo. Intenté que la contaminación acústica no arruinara la tranquilidad que estaba sintiendo al contemplar un poco de mar, otra vez.

Lo necesitaba.

Quería impregnarme de un intento por recordar todo lo que significaba el océano para mí.

Hundí mi barbilla en la bufanda que rodeaba mi cuello y rogué que las heladas no cayeran todavía. Necesitaba un poco más de aquella paz, de aquellos recuerdos.

Tenía el teléfono entre las manos esperando el mensaje de Adam. No sabía si llegaría y menos me imaginaba las palabras correctas a decir. Pero, esa situación tenía que acabar. No podíamos seguir apartados deseando que el tiempo se lleve las palabras que no queríamos enfrentar.

—Hola —escuché a alguien detrás de la banca.

Reconocí la voz de él. Grave. Seria. Rota.

Inspiré profundo.

—Hola —Y eso salió de mi boca con el mismo esfuerzo que si hubiese trotado un kilómetro.

—No sabía que conocías este lugar.

Adam bordeó la banca para sentarse a mi lado con apenas unos centímetros separándonos.

No nos miramos para saludarnos. Ni si quiera un amago de beso. Ni un intento de acercamiento. Era extraño haber pasado más de cuatro días sin vernos y aún así no tener la valentía de dejar el orgullo de lado para ladear el rostro y contemplar las líneas que delineaban nuestras expresiones. Por el rabillo del ojo noté como observaba el paisaje y yo hice lo mismo. Me quedé con la tranquilidad del agua oscura que se extendía hasta el infinito.

—Es fácil conocer nuevos lugares cuando tienes acceso a Google Maps —contesté.

Guardó silencio.

No es que no haya querido rozar mi hombro con el de él y dejar reposar mi cabeza en su costado. No es que no haya querido besarlo ni decirle que lo sentía. Solo que no sabía la razón. Esa razón. ¿Por qué ocultar algo así? Y si esa razón se inclinaba hacia la posibilidad de que nuestra relación se esté enfriando entonces me aterraba la idea de acercarme para comprobarlo.

Sentí el bullicio de unos niños corriendo. Pasaron por delante de nosotros con unos algodones de azúcar en las manos. La más pequeña era una niña de unos cinco años que trataba de seguirles el paso. Más atrás, sus padres caminaban con calma tomados de la mano, riéndose de los que parecían ser sus hijos. La serenidad que profesaban era propia de un sueño ideal. Me pregunté si con Adam tendríamos hijos. Si tendríamos un perro. Si decoraríamos un jardín de una casa. Si tendríamos una firma jurídica juntos. Si nos atreveríamos a salir de lo que fue el miedo a la muerte.

—Estos últimos cinco días han sido un tormento sin ti —lo escuché decir en medio del ruido de las pequeñas olas que rompían contra el muelle.

Agaché la mirada hacia mis botas cafés y aún así podía notar la silueta de su perfil que se sentía lejana y difusa.

—Sé que Laureen te ha estado hablando.

—Pero Laureen no eres tú —sonó bruto.

Fruncí los labios sin saber exactamente que decir. Contemplé mis manos frías y pálidas juguetear entre ellas sobre mi regazo.

—Gracias por respetar mi espacio —musité, apenas.

Adam no contestó, hasta que tomó la palabra tras unos segundos.

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora