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Esos hombres que saben amar

ALEX

Recuerdo todo de aquellos días. La llamada. La voz ronca y plana del policía. La mirada fría y distante de la trabajadora social. El olor a tabaco del doctor que me conducía a la morgue. El olor a incienso de la funeraria. La carroza blanca y las flores de colores en el techo de ella. Los abrazos de todos. El pésame en diferentes voces. Y luego, la soledad.

La tristeza se transformó en dolor cuando la soledad me abrazó y ni los más de treinta tupper de comida que los vecinos llevaban día a día y que yo apilaba intactos en la nevera podían arrancarme de los brazos de ella, ni las llamadas de mis compañeros de clase ni las insistencias de Rebecca porque me mudara con su familia...

Nada lo llenaba.

El vacío.

El silencio.

La soledad.

Los deseos de huir de aquellas paredes que alguna vez fueron testigos de una familia que ya no existía.

De día, me sentaba en el sofá donde papá solía leer su periódico junto a su taza de café recién hecho, ese de grano colombiano cuya marca era un lío encontrar y que solo podía conseguir a dos horas del pueblo, en la ciudad más cercana. Esperaba que el cartero tocase el timbre y recibía el periódico para apilarlo junto a los demás en la mesita donde aun estaba intacta la taza de café que había tomado la mañana antes del accidente. De noche, seguía allí, esperando que alguien tocase la puerta. Que ellos tocaran. Que las bisagras sonaran y apareciera papá riéndose por como mi madre le recriminaba por no aceitarlas. Él, se tomaba todo con humor. Ella, intentaba que él no lo hiciera. Intentaba hacerlo madurar, según ella. Aunque, en realidad, era la fan número uno de cada uno de esos chistes a los que ella catalogaba como parte de su recetario de inmadurez.

Lo recuerdo tan bien. Tan claro. Puedo incluso oler el aroma de esa casa, otra vez. Sentir en mi piel el frío de aquellas noches. Puedo ver en mis recuerdos los surcos y detalles de la puerta de madera que observé por horas y horas.

Pero, no recuerdo a las personas que estuvieron en esos días. No recuerdo a Becca, aunque sé que estuvo ahí. No recuerdo a sus padres, que sé que me abrazaron incontables veces. No recuerdo el rostro del cartero ni el sonido de la voz del sacerdote que presidió el funeral. Todos esos rostros están borrosos. Todas esas voces sufren una interferencia. Todos esos cuerpos son apenas siluetas en mi memoria.

No quería eso para Liv, así es que pasé las dos semanas siguientes de nuestro regreso pensando en como decirle. Como hablar con ella sobre Rebecca. Dormía unas cuantas horas diarias, creo que con suerte y un poco de Whisky fueron tres. No me concentraba en redactar los correos para Hanks y los demás, que solicitaban mi reincorporación anticipada a la firma. Ni tampoco podía pensar con claridad en lo que le había hecho a Laureen.

Porque sabía que la había jodido.

Sabía que era mentira.

Lo que le había dicho...

Era una puta mentira que creí que podría manejar.

Agonizaba.

Y una de esas noches redacté un mensaje en mi móvil. Era simple:

¿Podemos hablar?

Lo borré.

Escribí:

Creo que me quitarán a Liv.

Lo borré. En lugar de eso, volví a teclear:

¿Es posible que te hayas colado tanto en mi vida?

Fuera de reglas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora