Capítulo 23.-Castigo.

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Volví a mi vida de una forma regular, al ser Holden mi jefe, era evidente que no iba a ser despedida ni sancionada, era claro que yo estaba recibiendo un trato especial, me sentí un poco mal por ello, pero decidí ignorarlo, como si mi cerebro estu...

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Volví a mi vida de una forma regular, al ser Holden mi jefe, era evidente que no iba a ser despedida ni sancionada, era claro que yo estaba recibiendo un trato especial, me sentí un poco mal por ello, pero decidí ignorarlo, como si mi cerebro estuviese filtrando cosas malas y peores y los jerarquizara por orden de prioridad.

Diario me levantaba por la alarma de mi nuevo celular, el que Holden me había regalado, y tapaba mis oídos, pensando en las enormes ganas que tenía de simplemente desaparecer, parar el tiempo, lo que sea, pero no continuar. Me levantaba desganada, me daba un ducha, me cepillaba los dientes mientras me miraba al espejo, con la bruma del agua caliente desfigurándome y tapando mi reflejo, que limpiaba con la palma de mi mano y se me venía a la cabeza las veces en las que Dorian había amanecido en mi cama y pasaba lo mismo con el espejo y él lo limpiaba todo con un pedazo de papel, distorsionando más la bruma, y yo me reía y lo hacía con la mano. Bajé la mirada y me encontré con su cepillo de dientes, bueno, el cepillo que había comprado especialmente para este lugar.

Un día simplemente sabíamos que necesitábamos cosas del otro en nuestros hogares, y habíamos ido a un super mercado a comprar todo doble, mi cepillo, el que pertenecía al suyo, estaba allá, en su departamento, extrañándome, y extrañando a ese cepillo que miraba yo, tan solitario en mi baño.  Suspiré y escupí la pasta dental y me enjuagué la boca.  Al salir podía ver con gran facilidad el fantasma de Dorian vistiéndose, sacando ropa de su cajón, bromeando o contándome con detalles exorbitantes su sueño de la noche anterior, porque siempre soñaba, nunca sufría ninguna pesadilla. Yo siempre tenía pesadillas.

Me vestí en silencio, ni siquiera me molesté en mirarme al espejo para comprobar que me encontraba bonita o no al salir de mi habitación. Me encontré con Ofelia, que estaba desayunando mientras veía unas caricaturas que yo sólo escuchaba o veía por obligación, me obligó a desayunar pero inventé una excusa para no hacerlo, pues no tenía hambre, ella bufó pero asintió, medio rendida por mi actitud.

Los días se confundían unos con otros, interponiéndose uno sobre el otro, entrelazándose como una telaraña siniestra, lo cuál me beneficiaba en cierto sentido, pues no quería ser realmente consciente de ellos, quería sentir lo mínimo posible, no ser consciente, existir levitando y sin ser tocada por nada. En el metro me quedaba mirando el techo, el piso, mis manos o las puertas, hasta que llegaba a mi destino y salía de ahí con prisa para después ir al edificio en donde trabajaba, procurando no voltear a ver, bajo ninguna circunstancia, el café al que él y yo íbamos a comer diariamente. 

Pero había tantos recuerdos en todas partes, que abrumaban a mi alma y la ahogaban y la hacían deambular por todas partes arrastrada y mancillada por la memoria, como cuando accidentalmente veía el lugar en donde él solía estacionarse y en donde nos besábamos hasta el cansancio y la obsesión, y simplemente no podíamos dejar de mirarnos y de sonreírnos, y yo caminaba de espaldas para no dejar de mirarle, y él se despedía con un ademán de mano y unas reverencias exageradas mientras yo señalaba su mejilla, que tenía manchas de mi labial, y él se carcajeaba. La vida parecía hecha de color y de alegría, ahora... todo estaba gris, nunca me había dado cuenta de eso, jamás noté lo gris que era la calle, lo deprimente que lucía todo.

LOS PECADOS DE ANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora