Capítulo 14 .-Asesinos.

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Y así es como caímos; Dorian, Holden y yo

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Y así es como caímos; Dorian, Holden y yo. Especialmente yo. Mis sentidos estaban completamente ajenos a la realidad mientras besaba a Dorian en la boca, mientras me sentía arder cuando lamía a Holden. Nunca había estado tan saciada y llena de una completa e irracional lujuria, mientras Dorian me hacía el amor en su cama, me miraba a los ojos y me decía cuánto me amaba, al otro día Holden me metía mano debajo de la mesa de juntas, me apretaba las piernas, fingiendo que no pasaba nada, después besándome sobre su escritorio, haciéndome gritar. No puedo entender cómo es que no estallé por fuera al igual que estallaba por dentro.

Me pregunté, en miles ocasiones, si Dorian podía oler el perfume de Holden en mi ropa o piel cuando regresábamos del trabajo, en mi cuello. Y seguramente él se preguntaba lo mismo respecto a sus amantes. Podía convertirme en él, vivir en su propia carne, experimentar desde su punto de vista, sentirla sobre mí, gimiendo, diciendo:

—¿Estás seguro de que tu novia acepta esto?

Agarrándole las caderas, sin responder, porque no quiero hablar de Ana. No quiero pensar en el crimen, en el atentado contra nuestro amor, que estaba cometiendo en plena consciencia de mis actos, Ana, Dorian, los mismos. Éramos unos asesinos, con cada embestida estábamos apuñalando a nuestra relación. Un beso, un golpe, una caricia, un escupitajo. Era un asesino, era una asesina, y como asesinos, teníamos que ocultar el cadáver, beneficiarnos del crimen, temblar cada que alguien era demasiado consciente de nuestros delitos, mentir, degollar, descuartizar. Sentir el orgasmo recorrerme entero mientras pensaba en ella, y en él, en la enorme culpa que se apoderaba de nuestra carne. 

Me despido de la chica. Me baño, escondo cualquier prueba, porque en mi cabeza eso es respetarla, darle su lugar, que no vea lo desagradable del crimen, me pregunto si la policía se dará cuenta. Si alguna mentira me meterá al pozo. Si él se enterará. Si ella se asqueará.

La puedo escuchar en mi cabeza, a Ana, mirándome con desprecio mientras yo soy ella y ella soy yo. Estamos tan juntos y combinados que ya no sé cómo diferenciarme a mí de él ni a mí de ella. Nuestros crímenes nos definen, nuestros atentados. 

A veces, con el arma en la mano, con la navaja, la pistola, la hacha, en la mano, me preguntaba repetidamente: ¿Qué hice mal? ¿En qué fallé? ¿Qué hice mal? ¿Qué hice mal?

¿Repetí, acaso, una formula del amor que estaba añeja, caducada, podrida?

Comí de la fruta prohibida y éste es mi castigo, un castigo acorde al crimen. Me ahogo en culpa y rabia. Me enamoré de alguien como Dorian, sabiendo perfectamente en lo que me estaba metiendo. Me lo merezco. Y él me merece, por meterse con alguien como yo, por amarme, por amar a esta persona rota, destruida, hecha añicos. Nos merecemos. Somos cómplices.

Comí de la fruta prohibida, de la fruta que pecaba de ponzoña, muy madura. Fruta demasiado blanda y débil, amarga, llena de gusanos y putrefacción, una fruta heredada. Las manos de mi padre alrededor del cuello de mi madre, que en realidad eran yo y Dorian de una forma simbólica. Asesinos.

LOS PECADOS DE ANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora