Capítulo 26.- Farsa.

626 47 15
                                    

Regresé a sus brazos, una y otra vez en la oscuridad de un callejón, de su auto o su departamento, y todo empezó porque fui a su trabajo a reclamarle porque me había seguido enviando regalos esos días, libros, discos, ropa, zapatos, dinero incluso...

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Regresé a sus brazos, una y otra vez en la oscuridad de un callejón, de su auto o su departamento, y todo empezó porque fui a su trabajo a reclamarle porque me había seguido enviando regalos esos días, libros, discos, ropa, zapatos, dinero incluso, estaba despilfarrando en mí, como si por comprarme cosas yo fuese a regresar a sus brazos corriendo y aceptando todo, y sí que caí, pero no por frivolidad, sino por sus cartas y notas.

Dorian, como dije, es talentoso en cada rama posible de la vida; cocina delicioso, es gracioso, es simpático y agradable y cada que habla quiero pedirle que repita lo que dijo cientos de veces, endulzándome el oído en el acto, miles de veces he deseado poder grabar y retratar cada punto y poro y tono y cabello y movimiento de su existencia y realmente me pone triste no ser capaz de poder hacerlo más que escribiéndolo y envolviéndolo en esa aura poderosa que yo veo en él en esta especie de autobiografía amputada, así como adoro escribir esto, él ama escribir también, pues sus cartas, tan privadas y consideradas como un tesoro para mí cuyas letras y palabras tan líricas y hermosas sólo verán la luz del día en éste libro que escribo en cada momento de soledad que poseo y sufro. Así que no es de sorprenderse que yo, tan débil en cuestión artística y a la belleza, haya caído con esas cartas y notas, ¿Cómo podría alguien culparme? 

Su secretaria, una señora mayor llamada Felicia, que era muy amable y me hacía regalos de comida cada que podía, me dijo que estaba en una reunión con un hombre que estaba peleando por la custodia de sus hijos, le pregunté si tardaría mucho, Felicia sólo me entregó su horario completo de toda la semana mientras me palmeaba la mano y sonreía.

—No quiero acosarlo, sólo quiero reclamarle por los regalos— respondí, señalando con mi mirada el suelo, en donde había dejado una bolsa con todos sus regalos que iba a devolverle ese mismo instante. 

—Pero Señorita Ana, él...—iba a defenderlo, obviamente, pero ambas escuchamos la puerta abrirse y salió un señor algo conmocionado por lo de la custodia, agradeció a Dorian, me miró más de la cuenta y se fue.

—Ah, hola, que guapa— me dijo Dorian y yo jadeé desesperada—¿Quiere divorciarse? No se preocupe, yo la ayudo— me sonrió y Felicia rio un poco.

Entré a su oficina y tiré todos sus regalos sobre su escritorio mientras él me daba la espalda porque estaba sirviéndose whisky, se giró y me invitó un vaso, a lo que acepté bebiéndolo completo, derramando algunas gotas sobre mis labios y limpiándome con mi antebrazo.

—Te dije en mi carta que no quería más, te lo dije de una excelente forma, te confesé mi amor, te dije que esto no estaba bien, te lo he dicho y tú insistes e insistes.

—Para empezar, buenos días, hola, ¿Cómo estás? Yo pésimo, he dormido terriblemente mal sin ti a mi lado, me cuesta incluso masticar mi comida y bañarme, ¿Y tú?

 —Por favor— pedí, desesperada.

¿Debí de ser firme? ¿Debí patearlo, debí controlarme, restringirme, obligarme a no sentir placer cuando me miró de esa forma? Simplemente ambos sabíamos que siempre caería, siempre, porque la única forma de no hacerlo era hasta que me alejara lo suficiente, para que me limitara con espacio y tiempo, y que fuese lo suficientemente clara, algo que me era imposible, pues no tenía voluntad y él se aprovechaba de eso. Sonreía, me acariciaba, en esa ocasión simplemente se acercó, me besó y pasó lo que pasó sobre su escritorio, luego esa misma noche en su auto, al otro día en el estacionamiento de mi trabajo. Sudorosos, jadeantes, agonizantes, su mano contra mi boca, silenciándome mientras yo lo engullía en la oscuridad de un rincón de un callejón, con mi cabeza contra una pared llena de posters de un concierto, agarrándome de su otra mano, flaqueando, sintiendo nuestros fluidos escurrirse por mis piernas, mezclados, dejándonos llevar por la pasión, como dos adolescentes que no tenían un lugar ni espacio para hacer sus porquerías. 

LOS PECADOS DE ANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora