Capítulo 3.- Onírico.

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Dorian

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Dorian. Dorian. Dorian. Si tan sólo en ése momento hubiera leído El Retrato de Dorian Gray, al menos hubiese estado advertida sobre por qué sus padres le habían puesto Dorian de forma tan atinada. No en vano terminaba provocando la muerte de Sybil Vane en la novela. Increíblemente guapo, agraciado en cualquier aspecto de la vida, talentoso en lo que sea que se te ocurriera. O al menos eso pensaba al verlo pasar por la calle, tan tranquilo, como si poseyera al mundo, y, siguiendo el punto de la novela de Oscar Wilde, lo poseía; Era joven, bello y tenía dinero. Era orínico. Demasiado ajeno a mí, demasiado lejano de mis manos sucias y pobres, porque yo interpretaba a Sybil Vane en ésta historia.

No era que yo fuese pobre en toda la extensión de la palabra, no éramos pobres, ni siquiera Ofelia lo era. Mi padre había decidido hacernos pobres por elección, nos privaba de cosas para estar más cercanos a Dios, porque poseer mucho te pudre el alma y te aleja de Dios. Así que nosotros seguíamos sin saber a dónde iba todo el dinero de las rentas, porque habíamos nacido y aprendido a vivir así, no había más. Aunque viviésemos en un excelente vecindario, mi ropa siempre estaba raída, limpia, pero vieja.

Dorian me sonreía de vez en cuando, al fin y al cabo, éramos vecinos, a veces me miraba más de la cuenta, pero no a mí, sino a mi ropa. Pude jurar que incluso se reía un poco al verme. Era como si yo no existiera en mi tiempo y él lo sabía, le intrigaba.

Estaba tan harta de sentirme tan juzgada, o quizá queriendo mejorar y que él no me viera sólo por mi ropa, le rogué a mi madre que me hiciera vestidos en su máquina de coser, en donde hacía prendas para todos en la familia, menos para mí, de nuevo, por ordenes de mi padre.

—Entre menos llames la atención, mejor— me decía él, con esa mirada de desdén.

Mi padre me prohibía encarecidamente comprar ropa nueva, toda mi ropa era heredada de mis hermano, mi madre, él mismo o mis primas y tías. Si yo ponía mala cara, él me daba varias bofetadas mientras me gritaba "¿¡Para qué quieres ropa nueva!?, ¿¡A quién quieres impresionar, zorra!? ¡Yo no tendré rameras bajo mi techo!" y lo repetía hasta que lograba que pidiera perdón y fingiera una sonrisa agradecida por salvarme de no ser una zorra indecorosa que se vestía para prostituirse o impresionar hombres. "La vanidad es pecado, recuérdalo" me decía mi mamá con una voz compasiva, como si quisiera justificar a mi padre y yo asentía, estando de acuerdo, ¿Cómo podía ser tan desagradecida al despreciar lo que mis padres me estaban dando? No sólo me proveían de ropa, según yo lo veía, me estaban regalando el decoro y decencia que eran tan escasos en el mundo. Me estaban haciendo un favor y yo lo despreciaba. Me odié por ello, pero no podía evitarlo, ya no dependía de mí. Pero me harté, y mi madre aceptó, con el permiso de mi padre, que dijo:

—Está bien, hazle unos bien largos, y tres tallas más grandes, al fin y al cabo, ya tiene a Pablo en su vida y no quiero que él y sus padres piensen que eres una desgarbada por cómo te vistes.

Era horrible que sólo quisiera que me viera mejor para mi novio y para su familia porque él no quería quedar mal. Era cruel que me acusara de ser desgarbada y descuidada con mi imagen cuando eso era su culpa. Pero no dije nada, aún no estaba lista, así que le agradecí y fui a mi habitación.

LOS PECADOS DE ANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora