Capítulo 6.- Indulgencia.

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Creí, tontamente, que después de llamar androide a mi jefe por alguna razón más allá de mi entendimiento, nuestra relación de trabajo podría mejorar

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Creí, tontamente, que después de llamar androide a mi jefe por alguna razón más allá de mi entendimiento, nuestra relación de trabajo podría mejorar. Digo, ¡Me sonrió!, pero no, nada más lejos de mi conclusión. No paraba de presionarme, exigirme quedarme a la hora de la comida, y hacerme maldades que no requerían ser cruel de manera tan abierta y concisa. 

Una de las muchas vilezas que me hizo sufrir, y que se me viene a la cabeza, es la vez que le regalé una pequeña caja de chocolates (Idea de Dorian) como una ofrenda de paz que no recibió respuesta directa, cuando entré a su despacho, noté que no estaban, así que él me señaló con la mano que estaban en el bote de basura. Lo odié. Lo detesté. Quise ahorcarlo, pero no dije nada. 

La última maldad fue cuando me pidió que por favor buscase unos documentos que accidentalmente había tirado a la basura, yo asentí, buscando en el bote de basura con la mirada, pero estaba vacío.

—Vacían la basura cada día, tendrás que ir a buscarlo al contenedor de basura, se encuentra detrás del edificio. Y rápido, por favor, realmente me urgen— pidió sin mirarme y yo asentí.

No era que me diera asco buscar en un contenedor lleno de basura, sino que eran tres contenedores y estaba segura de que había ratas. Inhalé, pensando en lo estúpido que podía llegar a ser por tirar documentos tan importantes a la basura y no darse cuenta, me quité los tacones, me quité el saco, amarré mi cabello en una coleta, y arremangué las mangas de mi blusa para después buscar con la mirada los papales en los tres contenedores, después tuve que meterme a uno por uno, buscando entre la basura esos dichosos papeles, encontrándome con condones usados, con cáscaras de frutas, papeles llenos de sangre, excremento y unas ratas. Repetí el procedimiento en los demás contenedores, cada vez importándome menos de lo que pudiese embarrarme (¿Qué daño le haría una raya más al tigre?), y, cuando encontré los malditos documentos salté de alivio, caí contra el pavimento y, totalmente humillada al darme cuenta de lo que me alegraba y en lo bajo que había caído, me puse los tacones y entré al edificio, tratando de no tocar mucho mi saco, para no ensuciarlo. 

En el elevador la gente trataba de no vomitar debido a la peste hasta que no aguantaron más y salieron todos en una estampida que dejó mi dignidad por los suelos. Al menos me ganaría el respeto o la consideración de mi jefe.

Entré a su despacho, le aventé los documentos sobre la mesa y él, tapándose la nariz, me miró fijamente, podía ver perfectamente cómo una mezcla de asco, molestia y sorpresa se apoderaba de sus ojos, como si no se pudiese creer que de verdad me hubiese metido a los contenedores de basura por mi trabajo, verdaderamente lo odié por ello, lo privilegiado y egoísta que era, lo profundamente indolente y desconsiderado...

—Olvídalo, tenía una copia justo debajo de esos folders— señaló el lugar y yo, apretando el puño, asentí y salí de ahí para después dirigirme al baño de mujeres, en donde me lavé la cara, los brazos, las piernas y las manos lo mejor que pude con lo que tenía. Muchas de mis compañeras entraban a hurtadillas y me regalaban un poco de perfume, crema, lo que sea para sentirme un poco más humana, y me aconsejaban que lo demandara o denunciara con derechos humanos, a lo que yo agradecía infinitamente y consideraba como una opción. 

LOS PECADOS DE ANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora