Capítulo 37.-Milagro.

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Me encanta ver el atardecer; cómo el cielo azul se tiñe de dorado y naranja, y se diluye, como si fuera pintura, en tonos rosados, y después violeta y negro, todo a paso tan lento que apenas y lo notas cuando ya estás completamente rodeada de oscu...

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Me encanta ver el atardecer; cómo el cielo azul se tiñe de dorado y naranja, y se diluye, como si fuera pintura, en tonos rosados, y después violeta y negro, todo a paso tan lento que apenas y lo notas cuando ya estás completamente rodeada de oscuridad. Quiero fumar un poco, pero sé que no puedo hacerlo, así que me siento en la terraza de mi casa y veo el atardecer casi primaveral mientras tejo un poco y escucho música. Bebo té como una desquiciada, es lo único que me pude calmar en este momento.

Me da vergüenza hablar con Dorian, no quiero saber que se ha enterado de las terribles palabras que dijo Ofelia, y me da vergüenza porque sé que reconocerá en mi voz que no me arrepiento demasiado del comportamiento de mi amiga. Lo que dijo Margot fue igual de horrible, y sería una mentirosa si no admitiese que quizá sentí un poco de gusto en verla pedirme perdón, sé que está mal, lo sé, pero aún así no puedo evitarlo, y no me gustaría que Dorian supiera que sentí un ínfimo, una pizca, de placer al ver a Margot de esa forma.

Suspiré y me estiré en el sofá de la terraza, empecé a sentir frío, así que me levanté y entré de nuevo a la casa; estoy hambrienta. Sólo comí fruta y un sándwich, además de mil litros de té, así que le pido a Irene que prepare la cena y me sirva doble porción, además, le pregunto:

—¿Ofelia ya regresó?

—Sí, está en su habitación. ¿Quiere que la llame?— negué con la cabeza.

—No, iré yo, gracias— le sonreí y ella a mí. Después caminé hasta la habitación en donde dormía Ofelia, toqué la puerta y esperé a que respondiera. 

Abrió la puerta después de unos minutos, estaba leyendo un poco, parecía sorprendentemente tranquila, fruncí el ceño y me adentré en la habitación.

—¿Qué pasó?— pregunté.

—Todo salió de maravilla— sonrió—Le dije todo lo que quería decirme, me sentí tan bien, Ana, Dios, me sentí viva y excelente. Nunca había sentido tanto placer, si te soy honesta.

—¿No me vas a contar todo?

—Claro, pero tienes que pedirme perdón antes— alcé las cejas y me crucé de brazos—Ya tuviste demasiado tiempo para reflexionar, ¿No? Y yo estoy del lado correcto.

—Entonces no quiero escuchar nada— dije saliendo de la habitación, ella no me siguió, así que caminé a mi habitación y me encerré ahí, molesta. 

Me senté en la cama e intenté tranquilizarme, miré mi caja de tejidos y me parecían insulsos y poco prácticos para calmarme, necesitaba golpear algo, gritarle a algo, estaba furiosa con Ofelia, me sacaba de mis casillas, me provocaba, y sólo porque le señalé el mal que hizo al decir esas cosas de Joanna. Apreté mis puños contra la colcha y me dejé caer hacia atrás, después agarré una almohada, la coloqué sobre mi cara y grité todo lo que pude, di manotazos y algunas patadas al aire, y cuando me sentí lo suficientemente ridícula, lancé la almohada lejos de mí, me senté y agarré mi celular; llamé a Dorian.

LOS PECADOS DE ANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora