Capítulo 27.-Ana o el Ardor.

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Dorian

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Dorian.

Me aprendí su cara más rápido de lo que podía admitir en voz alta. Nariz, mejillas, mentón, labios, ojos, todo era dulzura de piel y contornos y facciones, mientras mis dedos y manos me picaban por la ardorosa necesidad de palpar aquella nariz, aquella mejilla, aquel mentón, aquellos labios y cara. 

Cuando escuché su nombre no pude evitar sonreír, y temblar un poco, como si mi cuerpo supiera lo que iba a pasar y sentir y vivir, me estremecí y los vellos de mi cuerpo se crisparon como los de un gato que reconoce el peligro, pero a la vez ronronea por él. 

Ana, Ana, Ana, su nombre es suave y limpio y corto, A-NA, Ana, ana, a-n-a. ANA. Ana, Ana, Ana. ANA, A-N-A, Ana. La lengua toca el paladar y baja y ya está, salió de tus labios, se exteriorizó y se perdió en la atmósfera y repites el leve y suave proceso hasta deshacer el nombre con tu lengua y labios y dientes y paladar, y te suena extraño y especial. Ana. Epítome del amor y la belleza y la bondad; Ana. Encarnación de la perfección y la empatía. Ana.

Durante un otoño en la ciudad, seduje o me vi seducido por Ana García, que tenía entonces 22 años, mientras yo tenía 27 años. Nuestra tórrido romance duró un año y 4 meses, deshecho y envenenado un mes de marzo, en plena primavera y renacimiento, con una propuesta de matrimonio, un aborto, un amante, y más mentiras y traiciones de las que podría ser capaz de enumerar. Sin embargo, viví una dicha semejante a sentir el cielo y el placer y la plenitud que todo ser humano aprende a desear y querer. Conocer a Ana y amarla representa el principal acontecimiento de mi vida, y no me arrepiento de nada, pues el roce de su piel resume toda la magia y maravilla de mi pobre existencia y su mirada potencia todas las emociones esencialmente buenas y ardorosas que cualquier ser humano habría de sentir en toda una vida, todo en unos segundos. 

Algo me decía que mirarla por tanto tiempo no debía ser correcto, algo en mi cara me pinchaba las mejillas y me hacía sonreírle todo el tiempo, algo hacía que en mi hora de comida fuese a verla a su trabajo, mientras Ana estaba sentada leyendo, apretando el libro amarillento entre sus manos, con sus ojos deslumbrantes, y el brillo de su piel. Algo me decía que su atención al libro era superficial, porque cuando yo fingía observar el cereal y paraba de verla como un acosador por unos breves instantes, subía la mirada y la atrapaba observándome, entonces rápidamente bajaba la mirada a su libro. 

Me río. Sigo caminando, mirándola, hasta que choco accidentalmente con una anciana que debe medir un metro y 30 centímetros porque no la vi hasta que empezó a regañarme, le pedí tantas veces perdón que tuve que retirarme con agilidad antes de que me diera un bastonazo, entonces, avergonzado de que Ana pudiese ver mi metida de pata, camino hacia el mostrador y ella recién alza la mirada. Suspiro de alegría al notar que no ha visto ni escuchado mi altercado con la anciana.

—Unos chicles, por favor— pido y ella asiente dándome los que siempre me da. 

Le entrego el billete más grande que tengo, siempre hago eso para que se tarde mucho en darme el cambio y al final siempre le digo "Quédatelo" y ella niega con la cabeza y así estoy más y más tiempo con ella. Intento rozar la palma de su mano con mis dedos mientras le doy el billete, pero ella se niega, porque agarra el billete lo más rápido que puede, me elude. Cobra, me da el cambio, suelta las monedas y billetes sobre la palma de mi mano.

LOS PECADOS DE ANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora