Capítulo 7.-Adulterio.

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Un mal día, en la oficina, llegó un hombre bastante parecido a mi jefe, de traje, mayor, me pidió ver a su hijo, yo le pregunté quién era su hijo por el tono petulante con el que me lo pidió

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Un mal día, en la oficina, llegó un hombre bastante parecido a mi jefe, de traje, mayor, me pidió ver a su hijo, yo le pregunté quién era su hijo por el tono petulante con el que me lo pidió. Era obvio que su hijo era Holden, sólo quería sacarlo de quicio y molestarle por ese tono con el que se había dirigido hacia mí. Él, visiblemente molesto, soltó:

—Si estoy frente a su oficina, es evidente que a tu jefe, muchacha.

Enojada por su altanería, pero no sorprendida conociendo a su hijo, le dije:

—Está en el baño.

Él asintió, abrió el despacho de Holden y decidió esperarlo ahí. Cuando Holden regresó del baño, yo lo llamé con mi mano, a lo que obedeció algo molesto de que le hablase como si, y cito, "fuéramos amigos y no su jefe".  Adoraba y seguía a raja tabla el puto protocolo, me lo confesó poco después. Al acercarse a mí, pude ver su cuerpo de formas en las que nunca antes me había fijado, era muy alto, no era musculoso pero tampoco delgado, estaba en el peso ideal, además los trajes le quedaban muy bien. Me miró desde arriba, esperando que le hablase y yo tragué saliva, al mirar su cara a tanta altura, pues me encontraba sentada.

—Tu padre está esperándote en tu despacho—avisé. Sus ojos casi salieron de su órbita, pude ver perfectamente cómo su quijada caía casi al suelo, rápidamente trató de arreglarse el pelo, y de un momento a otro se arrodilló frente a mí y pidió:

—Acomódame la corbata, por favor.

Estaba tan cerca mío que pude olfatear su colonia, emborracharme de ella, sentía su cuerpo contra mis piernas, su respiración, su calor. Sus ojos, azules profundos, congelados, su barbilla perfecta, sus pómulos que podían cortar mi piel con tan sólo dirigir su cabeza hacia mí. Me costó respirar. Acerqué mis manos a su cuello, rozando mis nudillos contra su piel, mareándome por su presencia, deshice la corbata y volví a arreglarla, lento, embriagada de su aroma, de su cercanía. Mordí mi labio. Tragué saliva. Intenté cerras más las piernas, apretar la fuente de mi deseo y mi perdición, calmarme, tranquilizar ese ardor.

Fue como una caída a alguna especie de droga, una muy mala y dañina, una nociva, pude sentir cómo notaba mi admiración, mi mirada posada en su cara, tratando de encontrar un sólo defecto, pero fallando en el intento. Los colores eran más vivos, podía sentir cada roce de su traje contra mis piernas desnudas. Sus manos. Su respiración. Y su mirada recorriendo mi cara, al igual que yo con la suya. 

La realidad, sentida y experimentada de una forma diferente, mis sentidos en grado superlativo, algo que sólo me había pasado cuando estaba con Dorian, pero de forma distinta, mejor no, sólo distinta. Dejó caer su mano derecha al reposabrazos de mi silla, mirándome con una especie de deseo indescriptible. Bajando la mirada y observando mi cuello, mis pechos, mi cintura y mis piernas para después soltar un sonido gutural, moviendo la cabeza hacia otro lado para después... apretar mi brazo y mandar:

LOS PECADOS DE ANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora