CAPÍTULO 2

946 47 5
                                    

Me levanté de un salto de la cama jadeando por la maldita pesadilla, estaba harta de soñar la misma paroniria casi todas las noches.

Suspiré y me tiré de espaldas a mi cama, pensando en esa pesadilla que no me dejaba descansar por las noches.

Miré hacia un lado, dónde estaba mi mesita de noche desordenada como a menudo, y agarré el reloj con cierta dificultad, ya que estaba detrás de una lámpara blanca enana, de un vaso de agua medio lleno y de un libro que la noche anterior había dejado abierto de par en par cuando se me entrecerraron los ojos del cansancio.

Cuando conseguí coger el reloj pude ver que quedaban unos tristes cinco minutos para que sonara. Mis ojos se fueron cerrando lentamente, hasta que me rendí y me relajé, intentando dormir de nuevo, pero escuché un golpe y abrí los ojos como platos, dando un salto de la cama, quedándome sentada en esta, y entonces descubrí que se me había caído al suelo el reloj que sostenía en la mano antes de estar a punto de dormirme.

Mientras intentaba agarrar desde la cama el reloj que se me había caído al suelo, entró Alice, asustada, obviamente no se esperaba verme despierta. Ella  era una de las cientos de esclavas que trabajaban en mi mansión familiar, tenía mi edad y claramente éramos amigas desde pequeñas, desde que la trajeron junto a su abuelo y su hermano a este lugar. Siempre nos habíamos llevado genial, y había sido mi apoyo desde siempre, al igual que mi madre, aunque desgraciadamente, ella ya no está.

Mi madre, la reina de Utopía, mi ciudad, falleció hacía ya seis años por una enfermedad mortal. Siendo sincera, no creía que pudiera superar jamás esa muerte, fue tan dolorosa para mí que me era imposible pensar que algún día recordara a mi madre y no me doliera el saber que no le era posible volver a estar a mi lado de nuevo.

La anhelaba demasiado, y no solo por ser mi madre y quererla con locura, sino también porque desde que ella falleció, nuestra ciudad y mi padre no habían vuelto a ser lo mismo. Creía que él estaba destrozado por la pérdida de su mujer, pero desde que ella ya no está, mi padre se había vuelto muy duro y estricto en los entrenamientos de mis hermanos y los míos.

Ahora era mucho más aburrido e ignoraba profundamente a nuestros esclavos o, a veces, los trataba mal, pero con nosotros era mucho peor. No me gustaba decir o pensar que mi padre era malo, pero a veces nos hacía algunas cosas que me dolían, porque en el fondo sabía que él antes no era así. No tenía la menor idea que podría haberle afectado tanto después de la muerte de mi madre para su cambio radical.

— Brenda, ¿estás bien? He escuchado un ruido —me preguntó Alice, sacándome de mis pensamientos. Después de observarme unos segundos, frunció el ceño— ¿Qué haces despierta tan temprano? Siempre te levantas muy tarde, ¿estás bien?

Eso me hizo suspirar, normalmente siempre me despertaba tarde, ignorando el despertador, pero de vez en cuando me quedaba horas despierta desde la madrugada hasta el amanecer, y todo por culpa de mis pesadillas sin sentido alguno.

Alice, se quedó mirándome con sus ojos tan azules como el océano, esperando una respuesta de mi parte y yo solo observé lo que sostenía en sus manos y que arrastraba por el suelo de mi extensa habitación.

Sabía que el vestido que agarraba con fuerzas  para que no se cayera de sus manos, era bastante largo, ya que Alice era más alta que yo, aunque tampoco era muy difícil serlo.

— Sí, estoy bien Alice, no te preocupes —le sonreí. Nadie era consciente de las pesadillas continuas a las que estaba sometida muchas noches, y aunque tampoco me lo guardaba como un secreto, prefería no preocupar a nadie— Solo se me ha caído el reloj de la mesita de noche.

— Bien, entonces ves vistiéndote —me aconsejó, mientras dejaba a un lado de mi espacioso escritorio el largo vestido nuevo—, hoy es un día importante para tu padre, ya lo sabes, y me ordenó que te encargara el mejor vestido, así que aquí lo tienes, con este, serás el punto de mira de todos -me guiñó el ojo y yo puse los ojos en blanco riendo.

Cuando Alice dejó en el escritorio el vestido, pude ver completamente su usual traje de esclava de la mansión real; una larga falda que llegaba hasta sus pies cubiertos por unos zapatos con una pizca de tacón, y un corsé tapado por un largo delantal sucio.

Verla de esa manera vestida no se me hacía extraño porque todas las esclavas de la mansión llevan la misma ropa, que era como una marca de que ellas eran unas esclavas y no tenían ningún otro derecho que obedecer a sus dueños y, eso era algo que no me gustaba para nada y era consciente de que a mi amiga tampoco le gustaba cómo la trataban para su corta edad, la misma que la mía.

Así que, siempre había intentado que ella se sintiera bien y por eso muchas tardes y noches la llamaba y la vestía con mis vestidos de princesa, los cuales me encantaban demasiado pero por alguna razón me llamaban la atención los pantalones, camisas y botas con las que se vestían los hombres y lo que tenía totalmente prohibido vestir porque no soy un muchacho.

— Muchas gracias, de verdad —me levanté de la cama y me dirigí a mi enorme escritorio de madera, el cual estaba estrictamente ordenado; había una pila de libros en un lado, en el centro había diferentes plumas y tintas, junto a un enorme jarrón de rosas rojas al otro lado de la mesa, y en el espacio que sobraba del escritorio estaba el precioso vestido que me había traído Alice.

El vestido de color verde esmeralda hacía juego con mis ojos del mismo color, y era francamente precioso, cuando lo levanté del escritorio y lo puse entre mis manos, admirándolo, me di cuenta de  todos los detalles que poseía; tenía un escote de corazón con mangas largas casi transparentes, y su tacto era liso y suave. Tenía unas rosas bordadas de un color negro puro, el cual representaba a la rosa negra, un legado que todos los reyes de mi mundo poseían, pero que para mí familia era muy importante.

A mí la rosa negra me abrumaba demasiadas veces, sobre todo cuando no tenía nada que hacer y me ponía a pensar en eso. La rosa negra era el legado que pasaba de rey en rey, pero que solamente se podía conseguir celebrando La Batalla Final, donde los hijos de los reyes, peleaban hasta que hubiera un vencedor. No hacía falta la muerte en La Batalla Final, pero sí sabía que mucha gente se había vuelto loca por heredar el poder y el trono de sus padres y habían conseguido matar a sus hermanos tan solo por eso, y eso era lo que a mí me aterraba de la rosa negra, le tenía demasiado respeto a la muerte.

— De nada Brenda —me sonrió por última vez Alice y se marchó de la habitación, dejándome sola con el vestido.

Sinceramente, el vestido era ideal para ese día. "El baile del final del verano" era una celebración muy importante para mi padre y el resto de la nobleza, pero a mí, al contrario que a ellos, me ponía de los nervios. Era una fiesta en la que muchas personas vendrían a mi casa real, sobretodo jóvenes, ya que esa fiesta consistía en conocer a los muchachos con los que estaría mis futuros nueve meses, porque al comenzar el Instituto, los padres hacían esa fiesta para que sus hijos se fueran conociendo, y justo ese año le había tocado a mi padre celebrarlo en nuestra mansión. 

Aunque no lo aparentaba en lo absoluto porque no me gustaba que la gente me viera débil, en ese momento era un puñado de nervios porque el solo hecho de saber que tendría que conocer a gente me preocupaba demasiado, nunca había sido muy buena haciéndolo y tampoco había tenido muchas oportunidades al estar encerrada en una mansión por ser de la familia real y según mis padres, mis hermanos y yo estábamos mucho más a salvo dentro de casa, pero creo que aquello había sido la peor decisión que habían tomado, a mis dieciséis años, las únicas amigas que tenía eran a las esclavas de la mansión y a mi propia hermana.

Siempre había estado en mi zona de confort junto a ellas dos y a mi madre, y cada vez el círculo de personas con las que me sentía a salvo era más pequeño, y era consciente de que el momento de ser sociable había llegado a mi como una ola y lo tendría que afrontar con madurez.

Así que apreté el vestido entre mis manos con decisión y sonreí, auto convenciéndome de que todo aquello iría bien y que sería un año genial, aunque en realidad no estaba nada segura de eso.

LA ROSA NEGRA Donde viven las historias. Descúbrelo ahora