Habían pasado unas cinco horas eternas y aún seguíamos dentro del carruaje. Por ambas partes, es decir, por parte de Jir y por la mía, el silencio se extendían por el poco espacio que había en el interior de la carroza, que solamente se veía interrumpido por los relinchos de los caballos y por el ruido de las enormes ruedas de las carrozas cuando eran arrastradas por esos mismo animales.
Mirar por la ventana era el mejor pasatiempo que había tenido en todas esas horas en ese mismo lugar encerrada sin apenas moverme. Había podido ver mucho más paisaje del que había visto estos últimos años. Desde las calles de Utopía, las carreteras desiertas, bosques que nos rodeaban, hasta pequeñas ubicaciones bellísimas demasiado lejos de mi ciudad como para poder haberlas visto alguna vez.
Aunque, ahora, la mejor vista que podía tener era mirar a la ventanilla del carruaje de otro joven de mi edad, porque cada vez estábamos más cerca del Instituto y cada vez, más carruajes con gente de mi edad se unía a la carretera en la que estábamos nosotros.
Aunque, si alargaba un poco mi cuello, podía ver el bosque que se extendía a un lado de la carretera. Pasé mi mirada esmeralda por esas preciosas vistas hasta que me cansé. Aunque no me había gustado pasar cinco horas en silencio completo junto a mi hermano, no podía negar que disfrutaba demasiado poder admirar el paisaje y poder escuchar de fondo a los pobres caballos cabalgar y bufar de cansancio, mientras el auriga los guiaba cantando.
Comencé a ver un enorme muro que recorría unas cuantas hectáreas, después vi unas gigantescas puertas de hierro qué a medida que nos acercabamos a estas, unos guardias que se encontraban inmóviles con sus espadas envainadas a su cintura junto a la puerta, se acercaron con paso ligero a nuestro carruaje, hablaron con el hombre auriga y uno de los guardias le hizo un gesto formal a su compañero, que por la acción que hizo este deduje que debía abrir la enorme y pesada puerta.
No pude resistirme a abrir la boca de par en par cuando entramos dentro de los muros de piedra. Miraba a través de la diminuta ventana de nuestro carruaje con atención a todo lo que podía. Veía un montón de edificios, uno al lado del otro, con unos cuantos metros de distancia entre ellos.
Una vez que se pasaban los muros, los carruajes iban uno trás otro, ordenadamente, dejándome ver a la perfección las calles que, a medida que avanzabamos, se llenaban de gente, casi toda de mi edad, pues al fin y al cabo, acababamos de entrar en el recinto de mi nuevo Instituto.
Las calles eran, simplemente, maravillosas. Limpias, luminosas, decoradas con farolas, edificios de colores alegres tanto de comida, como de ropa, accesorios, farmacias, bibliotecas, etc., también veía gente asomada desde ventanas en pisos de casas y, fruncí el ceño divertida, ¿alguno de esos apartamentos estaría reservado a mí nombre?
Era el lugar más bonito que había podido ver en mucho tiempo. Avanzamos con calma, ya que, al haber llegado por fin a nuestra ubicación deseada, los caballos estaban exhaustos y caminaban sin menos prisa, pero sin pausa.
Cuando subimos una calle empinada pude ver, desde mi pequeño asiento en la carroza, un edificio brutal, hecho de piedra. Parecía algo antiguo. Aunque, sin duda, era precioso. El carruaje paró y el hombre auriga nos informó en un grito, para que pudieramos escucharlo claramente, que ya podíamos bajar.
Fue entonces que miré a mi hermano que, para mi sorpresa, ya me estaba mirando a mí, cosa que me extrañó un poco. No hizo ademán de bajarse, solamente me dedicó una de esas sonrisas, que al instante dejó claras sus intenciones; algo quería.
— En el Instituto hay unas normas básicas que debes seguir si quieres que te respeten y como buen hermano que soy te diré —me sonrió, alargando su mano hacia mí. Enarqué una ceja—, aunque antes me tendrás que dar algo a cambio.
Lo miré poniendo los ojos en blanco. ¿Enserio?, había tenido cinco malditas horas para hacer eso.
— ¿Qué quieres, Jir? —dije sin ganas.
— Dinero. Tengo hambre.
Lo dijo con tanta calma, como si fuera obvio, que me hizo que mi paciencia desapareciera. Con él, mi paciencia era como si nunca hubiera existido.
— Papá nos ha dado dinero, ¡gastate el tuyo!
— Bien —dijo agarrando su maleta de mano lentamente—, entonces suerte con tu primer día de Instituto —dijo con una sonrisa, que me hubiera encantado quitar de su rostro. ¿Me estaba chantajeando?
Por un momento estaba a punto de agarrar mis cosas y bajar del carruaje con dignidad, pero la curiosidad podía con mi santa conciencia. Sabía bien que no necesitaba sus estúpidas reglas para poder sobrevivir nueve meses en un Instituto, pero no podía resistirme a escucharlas. Entonces, enfadada, rebusque en mi maleta de mano, que estaba a mi lado, y le ofrecí un billete, poco dinero, pero suficiente para que hablara.
Le ordené que hablara impacientemente, y él solo me dedicó una mirada satisfecha con una sonrisa triunfadora.
— Primera norma —dijo él, guardándose el dinero en el bolsillo de su pantalón azul marino—. No te metas en cosas ajenas a tí, no te conviene. Eso sí, estate atenta a todo lo que suceda a tú alrededor —dijo seriamente, mientras yo cruzaba mis brazos.
» Segunda norma. Elige bien a tus amigos este año. Todo lo que hagas tu primer año de Instituto marcará los demás. Sabes que para nuestro padre, son importantes nuestras amistades —como si yo hubiera tenido a muchos amigos en mi vida—, no lo decepciones; no vayas a hacerte amiga de los pringados, Brenda —advirtió.
Fingí un bostezo, que sabía que lo molestaría. Él solo se dio más prisa en contarme las otras normas.
» Tercera norma. Sé tú misma, si intentas caerle bien a todo el mundo, al final te pillarán y te quedarás sola. No puedes ser amiga de todos, tienes que elegir bando —creo que la confusión era clara en mi rostro— O estás en el Bando de los Superiores o, estás en el de los Inferiores, y teniendo en cuenta que eres mi hermana y necesito que mi reputación sea buena, no me decepciones y sé del primer bando.
» Cuarta norma. Estudia. Esto es duro y como te distraigas por cualquier cosa, suspenderás y sabes que tenemos que tener a papá orgulloso —sonrió y agarró su maleta de mano— Ah, por cierto, tú y yo en el Instituto no somos hermanos, por lo menos hasta que elijas bando. Me avergonzaría demasiado si eliges mal —puse los ojos en blanco—. Te tendré vigilada —dijo y yo suspiré.
Cuando supe que no iba a decir nada más y que estaba agarrando la maneta interior del carruaje para salir de este, lo agarré de la muñeca, haciendo que él me mirara confundido.
— ¿Estás reglas sin sentido os las inventasteis tus amiguitos y tú cuando os aburríais en alguna clase el año pasado? Porque suenan a renacuajos sin mucho sentido común. Como tú —reí, ganándome una mirada fulminante de mi hermano.
— Muy graciosa —puso los ojos en blanco, cruzándose los brazos—. Solo me importa mi reputación y, al fin y al cabo, eres mi hermano, si tu la fastidias, todo el mundo se echará encima de los dos, y no pienso ocuparme de tus problemas —suspiró—. Estos príncipes y princesas y todos los demás parecen muy amables, pero no lo son y menos con la gente del bando contrario —me miró un segundo con atención—. Ten cuidado.
Sin nada más que aportar, Jir abrió la puerta del carruaje y bajó de ésta, se tocó el pelo castaño de manera perezosa y, en vez de marcharse ya, me miró de nuevo, frunciendo el ceño.
— Mira que soy despistado —rió y yo enarqué una ceja—. Mis amigos no son tus amigos. No te confundas. No te acerques a mí —se puso serio y yo reprimí una sonrisa—. Adiós.
Definitivamente, todo aquello, podría habermelo explicado durante las cinco horas que nos habíamos pasado en un silencio sepulcral.
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LA ROSA NEGRA
FantasyBrenda, una princesa guerrera, empieza su primer año de Instituto en el centro de Magia y Guerreros. Allí conocerá a sus primeros amigos, como a su primer amor, pero junto a eso también se desencadenará una continuidad de trágicos acontecimientos co...