CAPÍTULO 36

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Cruzamos, aún cabalgando, la primera puerta de hierro, la cual siempre se hallaba abierta de par en par, y que se encontraba nada más entrar en los territorios de mi gran casa.

Después de cruzar las pequeñas casas de los esclavos que trabajaban en la mansión, mi hermano detuvo al caballo, que aún cabalgaba sumisamente.

Cuando el percherón de color alazán cesó el paso a la orden de Jir, llegamos a la segunda puerta de hierro, la cual separaba la gran ciudad y el pequeño pueblo donde vivían todos los esclavos de mi padre, de la enorme casa rodeada de un jardín hermoso.

En esa puerta de hierro habían dos guardias amigos míos, ya que, a veces me cubrían cuando me apetecía salir a la ciudad un rato con Alice. No solían ser demasiadas veces, ya que temía que mi padre se enterara.

Pero como mi padre me lo tenía prohibido, necesitaba la ayuda de algunos de los esclavos de la mansión, y como todos eran buenos amigos míos, conseguir ayuda de ellos me resultaba medianamente sencillo de obtener.

Sin embargo, a diferencia que la segunda puerta de hierro, en la primera puerta nunca había ningún tipo de protección. Los guardias reales protegían la casa y a mi familia. Sobre todo a mi padre, ya que era el rey, así que siempre solían quedarse lo más cerca de él posible, y por esa razón no se iban tan lejos a hacer su trabajo como guardias, como era en la primera puerta de hierro.

Los dos guardias que se encontraban a los lados de la puerta de hierro eran altos y con el cabello dorado, los ojos azules eléctricos preciosos, la cara alargada y la mandíbula sin marcar. Los gemelos tendrían que tener alrededor de treinta años.

Cuando nos vieron aproximarnos a ellos, lo primero que hicieron fue levantar violentamente las lanzas que sujetaban en sus manos marcadas por las venas, pero cuando vieron a Jir y a mí, que asomaba la cabeza por encima de su hombro, ambos nos reconocieron y bajaron las lanzas un poco, sonriendonos con plena alegría.

— ¡Jir! ¡Brenda! —nos nombraron con verdadera felicidad, como si nos hubieran añorado muchisímos desde la última vez que nos vimos.

— Daven, Egil —dije sonriendo.

No me había dado cuenta de cuánto los había extrañado hasta ese momento; de cuánto había anhelado la mansión y toda la gente que vivía ahí.
Según mis buenos amigos gemelos, yo era de las pocas personas en la mansión que sabía diferenciarlos y suponía que por eso me apreciaban tanto.

Daven y Egil se acercaron a mí mientras me regalaban sus mejores sonrisas e ignoraban a mis amigos, que para ellos eran extraños. Saludaron a mi hermano de una manera educada: inclinando la cabeza y a mí, en cambio, me extendieron sus largas y finas manos para ayudarme a bajar del caballo.

Acepté las manos y bajé del caballo. Detrás de mí, bajó Jir.

— Vaya, creo que nos tienes que contar muchas cosas —me dijo Daven, mientras me soltaba la mano bajo la atenta mirada de mi hermano.

Daven era muy gracioso y extrovertido, mientras que Egil era más introvertido, aunque me alegraba inmensamente que conmigo tuviera la confianza suficiente como para ser más abierto y sociable.

— Sí —le dio la razón Egil a su hermano—, sobre todo lo de vestirte con ropa de hombre —dijo con una sonrisa que derramaba preocupación—. Deberías cambiarte antes de ver a tu padre o enfurecerá al verte vestida de tal manera.

Asentí a su advertencia. Y en ese justo momento fue cuando vi que otro de los guardias reales se acercaba a nosotros a grandes zancadas. También sabía bien quién era: un guardia robusto y un poco más bajo que Jir, con los ojos de color miel y cabello negro carbon.

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