Capítulo II

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Razón número uno: mi familia.

Habían pasado ya ocho años desde que llegamos a Estados Unidos. La verdad ha sido un proceso un tanto complicado: adaptarse a la cultura, el idioma y mis compañeros de clase. Estaba empezando a vivir algo completamente diferente. Desde que llegamos a este lugar, mi vida dio un giro de noventa grados. Sí, noventa. Los noventa restantes estaban ocupados por el miedo y la inseguridad. Todavía seguía siendo esa niña callada y tímida a pesar de que ahora tengo 14 años. Algo positivo que puedo resaltar es que al parecer mis compañeros están dispuestos a conocerme sin tener ninguna intención de lastimarme (cosa que es buena), pero aún sigue reinando mi desconfianza interior.

Mis padres habían retomado su vida nuevamente en el trabajo. Mi papá trabajaba interminables horas al día dentro de un salón de clases, y mi madre debía atender los casos de urgencias cada vez que por la puerta de emergencias entraba otra víctima. Por lo que realmente pasaba la mayor parte del tiempo sola en casa.

Las constantes visitas a mi psicóloga me han ayudado considerablemente. Aunque no ha sido fácil narrar todo lo ocurrido como si nunca hubiera pasado, ha hecho que mis motivos para vivir sean aún más. Sin embargo, siento que hay algo que sigue faltando.

— Recuerda que eso que sientes es apenas normal — decía mi psicóloga en alguna de mis terapias. Eres hasta ahora una niña y hay muchas cosas que no podrás asimilar o entender en este momento. Pero es por tu salud — continuó diciendo. Si sigues juiciosa con tu trabajo, verás resultados pronto— finalizó.

¿Alguna vez has sentido que, estando rodeada de tanta gente te sientes extrañamente solo? Bueno, sería la forma más sencilla de describir lo que estoy sintiendo ahora. La verdad es que en mi escuela no tengo las mejores calificaciones gracias a que las tormentosas clases de historia me hace revivir un fatídico momento que por muchos años he intentado olvidar.

"Pero no se puede olvidar lo que te marcó de por vida". Esas eran las palabras de mi madre cada vez que me escuchaba llorando en mi habitación repentinamente. Aunque deseara que mis padres estuvieran más tiempo conmigo, sabía que mi deseo era mucho más grande y egoísta que la propia necesidad. Y me siento muy agradecida con ellos por haber hecho el sacrificio que hicieron, porque adaptarse a este país es muy difícil.

Las primeras semanas fueron una tortura. Debía mantenerme lo más aislada de los niños porque algunos habían contraído fuertes enfermedades durante el intrépido viaje de huida. Mis padres se la pasaban ocupados en labor de voluntariado dentro del campamento para recibir algunos ingresos, y en una pronta oportunidad, empezar a hacer nuestra vida aparte.

Aunque todo estaba marchando aparentemente bien, no estaba viviendo algo que me hiciera anhelar la vida con frenesí.

Mi maldita timidez me había jugado malas pasadas. Por ejemplo, en los recreos luego de las primeras horas de clase, era la única de mi curso que me quedaba sentada en un rincón del patio comiéndome un sándwich de mantequilla de maní y mermelada, mientras veía a todos mis compañeros disfrutar un rato agradable jugando fútbol.

Las exposiciones eran momentos de terror. No podía pararme enfrente de toda la clase a hacer mi ponencia frente a un tema porque los nervios me invadían por completo. Dibujaba una imagen errónea de todo mu curso burlándose de mí, y mi única forma de reaccionar era llorando y saliendo del salón como si tuviera alguna escapatoria. Al final mis compañeros terminaban riéndose del show que hacía mas no de lo que decía porque realmente no terminaba diciendo nada.

A pesar de que era muy callada, mi cabeza siempre estaba inventando las mejores historias, en su mayoría de amor. El clásico relato de una pareja que por casualidades de la vida terminaban enamorándose perdidamente y juraban permanecer juntas por siempre. ¿Por qué pensaba todo eso? ¿Era una señal? Sí. Sí lo era. Durante mucho tiempo crecí sin mis padres gracias al trabajo, y esa soledad se convertía en falta de afecto. Pero bajo mi convicción, simplemente eran historias para plasmar en el papel.

—Hija, ¿puedo pasar? —dijo alguien a través de la puerta.

¡Mierda! No recordaba que mis padres iban a llegar más temprano hoy.

—¡Sí! — respondí nerviosa mientras escondía la libreta donde empezaba a escribir las cortas líneas de esa historia de amor que desde siempre soñé.

En eso, entra mi madre y me mira fijamente como si viera a través de mis ojos (estos muchas veces me delataban).

—Tranquila, hija. No tienes porqué afanarte. Ya llegará ese momento que tanto deseas. —dijo dándome una media sonrisa.

A pesar de que no pasaba mucho tiempo con ellos, y no tenía el suficiente valor para decirles lo que sentía, mi madre me conocía como la palma de su mano. Por alguna razón, siempre la decía «brujis» cuando era más pequeña. Creía que mi madre tenía alguna conexión con las historias sobre brujas que me leía al dormir.

—¡Señorita! — dijo mi madre sacándome bruscamente de mis pensamientos. Por favor alístate que vamos a ir a cenar con tu padre. Tenemos algo que contarte— finalizó saliendo de la habitación.

Me alisté rápidamente poniéndome un vestido rojo con puntos blancos y unos zapatos de charol. Quise verme lo más presentable posible porque en mucho tiempo no habíamos salido los tres a cenar.

La verdad estaba muy emocionada por pasar ese rato con mis padres. Bajé las escaleras:

— ¡Ya estoy lista! — dije efusiva.

— Listo, mi amor. Déjame busco las llaves y salimos.

Subimos al carro y durante todo el trayecto nadie musitó palabra alguna. Era bastante raro gracias a que mis padres solían contarme anécdotas de su vida cuando eran más jóvenes o incluso podíamos alguna canción en la radio y empezamos a cantar.

Por un momento, la sonrisa que tenía en mi rostro se desdibujó cuando tuve el presentimiento de que algo malo iba a pasar justamente esa noche. 

Razones para enamorarse [Historia Parmiga] ❤️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora