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Capítulo 60

Louis no quiere ir a trabajar.

A pesar de que su horario de entrada está llegando a su límite, él se rehúsa a poner un pie fuera de su departamento aun cuando ya tiene su traje puesto, su maletín en mano, las llaves y el móvil en su bolsillo y un par de sienes que ya no son víctimas de una resaca que se ha extinguido al igual que todas esas preocupaciones que alguna vez se han relacionado con el inglés coreano que se ha marchado en la madrugada después de una cantidad incontable de besos y caricias que han valido como esa despedida que inevitablemente han tenido que protagonizar.

Wyatt ha tenido la consideración de dejarle una nota en la mesita de noche, pisada por la lámpara que allí se posa para que no se escapara por culpa del ventilador en el techo. No han sido muchas palabras, solo estos buenos deseos que han causado en el castaño más de un suspiro profundo y la sensación de que tan pronto como llegue a la oficina su vida cambiará por completo.

Tiene todas las razones del mundo para creerlo de ese modo, después de todo, no todos los días se encuentra con la posibilidad de salir con su jefe ciegamente, sin saber lo que eso puede significar para él en el futuro, o incluso en el mismo presente.

Estará caminando en una cuerda floja con los ojos vendados a pura voluntad y tendrá que guiarse únicamente de la voz gruesa de un hombre al que ha puesto en un pedestal tan solo para pretender subirse con él aun si no lo merece del todo, y es aterrador, demasiado, y es por eso mismo que Louis casi tiembla todavía de pie delante de su puerta y tiene los músculos tan tensos que no es capaz de siquiera moverse para dar el primer paso y salir de allí de una buena vez.

Se llena los pulmones de aire con la creencia de que eso le va a ayudar en algo, se dice a sí mismo que puede hacer esto en una especie de mantra consolador que no cuenta con demasiados efectos cuando el autoconvencimiento no es su fuerte ni mucho menos, y aprieta tantísimo los ojos que al momento en que los vuelve a abrir, es capaz de ver manchas negras que se disipan junto con la luz del sol y lo que desea que sea su temor, aunque en realidad es lo que le resta de valentía, pero él realmente no tiene por qué saber eso.

Exhala por milésima vez, sacude los brazos y en un arrebato de conciencia —porque si sigue así no va a llegar a tiempo y tiene la creencia de que debe ser cuidadoso de ahora en adelante— envuelve la mano en la cerradura de la puerta tan solo para finalmente desbloquearla y dar ese paso hacia el vacío de un precipicio al que ha sido empujado. Sale de su piso con el corazón en la boca, por suerte se acuerda de cerrar apropiadamente y sin problemas, y cruza la entrada del edificio sin encontrarse con ningún vecino tan solo para buscar un taxi que lo lleve a su destino.

No le toma mucho tiempo, pero si requiere de mucha energía el no temblar como una hoja al viento a medida en que el coche se desplaza y la distancia entre él y su jefe se acorta cada vez más.

No sabe qué es lo que le va a decir, ni con qué cara lo va a mirar, mucho menos tiene idea de cómo es que el rizado reaccionará ante la noticia o si se molestará con él por no habérselo dicho el día anterior cuando tuvo la oportunidad. Después de todo, lo dejó marchar todo preocupado, consternado por ese futuro que ahora van a compartir y que tiene al castaño con el alma en la misma garganta a punto de salírsele.

Es demasiada tensión para él, el nudo que se mantiene en su estómago es lo suficientemente fuerte y apretado como para provocarle escalofríos que atribuye al aire acondicionado y al absurdo viento de un verano temprano que no le afecta en nada al no estar exactamente afuera.

Va a culpar a cualquier cosa con tal no enfrentar la realidad que le espera, pero de algún modo tiene que someterse a ello sin rechistar ni poner más peros, primero porque es algo que ya ha determinado sin la posibilidad de dar marcha atrás, y segundo porque el coche se detiene delante del bufete y tiene que pagar para poderse bajar.