13: Motivos

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     Los Ferguson siempre habíamos sido la familia perfecta, todos los que nos conocían anhelaban parecerse a nosotros.

     Un padre exitoso, empleado en una multinacional en la que no dejaba de ascender. Una madre hermosa, que había desfilado en las pasarelas de todo el mundo. Y sus tres hijos que cumplían a la perfección sus obligaciones en el colegio. Yo incluso había llegado a ser el delegado principal en el instituto.

     La casa en donde vivíamos también era objeto de deseo: grande, lujosa y con una gran piscina en el patio trasero donde se invitaban a los vecinos a hacer barbacoas. Simplemente todo era perfecto.

     Pero por supuesto eso solo era lo que se veía desde fuera. La realidad era que casi todo lo que hacía mi familia era aparentar ser perfectos, cuando no lo éramos en lo absoluto. Y es por eso que en cuanto dos de los hijos supuestamente perfectos nos metimos en un problema que no se podía hacer desaparecer, fuimos oportunamente enviados a estudiar lejos de casa.

«...»

     Ese día comenzó como otro cualquiera. Había caminado junto a mis hermanas hasta el instituto y nos habíamos separado en la entrada, ellas se iban con sus grupos de amigos y yo me disponía a comenzar mi jornada como delegado.

     Habíamos empezado ya con los exámenes finales de ese curso y había un montón de trabajo por hacer. Comprobar expedientes, organizar las aulas que se usarían para cada examen, imprimir justificantes, comparar las ofertas de alojamiento para el viaje de fin de curso al que por cierto, Sucrette y yo nunca llegamos a ir. Estar atareado me venía bien para dejar de pensar en las complicaciones familiares que teníamos encima últimamente.

     Pero ese día nos vimos obligados a regresar antes de tiempo a casa. Recuerdo la llamada a la sala de delegados de la directora, al parecer Ámber había sufrido un desmayo durante la prueba de Educación Física.

     Mi madre llegó en taxi a buscarnos y fuimos directos al hospital. Finalmente no resultó ser nada grave, un bajón de glucosa por haberse estado saltando el desayuno últimamente. Y es que Ámber había empezado una restrictiva dieta para poder presentarse a un certamen de modelos.

     —Está decidido, no irás —había dicho mi madre, notablemente afectada por el incidente.

     — ¡Pero mamá! No puedes hacerme eso, ¡he trabajado muy duro para esto!

     Pero sus protestas no sirvieron de nada. Al llegar a casa rompió la inscripción de mi hermana, impidiendo así que pudiese siquiera entrar en el recinto donde se celebraba.

     Eso no fue todo. Para terminar de complicar el asunto, nuestra hermana pequeña había decidido tomar venganza contra una de las gamberradas de la mayor. Al parecer la había dejado en evidencia delante de sus amigos, contando alguna anécdota vergonzosa de su infancia.

     No era la primera vez que la molestaba, Ámber siempre había tenido celos de ella en diferentes aspectos. Sumado a la rebeldía que estaba experimentando en esos momentos, la menor decidió vengarse de la forma más cruel que se le pasó por su retorcida cabeza, presentarse al certamen de modelos al que ya no podría ir.

     — ¿Por qué a ella sí le dejas presentarse? —se quejó cuando oyó pedirla a nuestra madre poder participar.

     —Ámber, no todas sirven para esto...

     Sucrette nunca había tenido el mínimo interés en ese tipo de eventos, a pesar de los inútiles intentos de nuestra madre por que al menos lo intentase, sobretodo una vez que el crecimiento desveló su cuerpo de mujer. Siempre había sido más delgada que Ámber aun sin esforzarse en conseguirlo, y esto hacía hervir la sangre de la mayor y su implacable determinación por conseguir el cuerpo perfecto.

     Quizás fue por ese desinterés que el día del certamen todos volvimos refunfuñando a casa, después de que montase un numerito antes de subir al escenario. Todos excepto Ámber, quien se había negado a acompañarnos y había decidido ahogar su rabieta en una pijamada en casa de sus amigas. Nuestra madre estaba desolada, después de presenciar el fracaso en el debut de su hija menor en las pasarelas; nuestro padre estaba furioso, pues a pesar de los recientes problemas financieros, se había gastado una buena suma de dinero en peluquería, maquillaje y vestuario.

     Desde el día en que mi padre perdió la oportunidad de ascenso en su empresa frente a un recién licenciado, se había vuelto una costumbre que yo visitase su despacho cada noche. Estaba frustrado de que un recién llegado le superase y creo que lo proyectaba en mí como si de él se tratase para poder manejarlo.

     "Es por tu bien", le oía decir a veces entre los silbidos de su cinturón cortando el aire antes de chocar contra mi cuerpo.

     Pero ese día fue diferente, tal vez por todo lo que había sucedido en los días anteriores. Los golpes eran más fuertes, con más rabia. Recuerdo oír el llanto de mi hermana y sus súplicas por que me dejase, mientras nuestra madre trataba de sacarla de allí arrastrándola.

     Un golpe impactó sobre mi mejilla y fue ahí cuando me di cuenta de que todo había terminado para él.

     Al día siguiente amanecí con la mitad de la cara hinchada y de un tono oscuro, palpitante. En mitad de la semana de exámenes era impensable que me ausentase al instituto y tampoco había tirita ni parche que lograse ocultarlo.

     Todo el mundo me había visto golpeado y, por supuesto, era difícil dar una explicación razonable que mantuviese la reputación de mi familia. El hijo modelo se había metido en problemas. "Tuvo una pelea" se rumoreaba entre mis compañeros, y sentía las miradas sobre mí cada vez que cruzaba por los pasillos.

     Los días siguientes me limité a evitar a todos ellos, tal como me había aconsejado mi padre. Tras regresar a casa después del último de los exámenes, nos encontramos sobre la mesa del comedor los papeles cubiertos de la solicitud de ingreso en la Escuela Militar. El de mi hermana tenía estampada la firma de mi padre, el mío seguía esperando a ser cubierta al tener yo la mayoría de edad.

     Garabateé sobre el papel. Tenía ante mí la oportunidad de huir de ese infierno.

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