Capítulo 56

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Pasan varias horas en donde medito lo que hice. Lo que me obligó a hacer. Como la sangre de la mujer se esparcía por su cuerpo, como el arma en mi mano temblaba, como el hombre me miraba suplicante, con un dejo de esperanza que no hiciera lo que me ordenaron.

Pero...

Lo hice.

Y estoy tratando de buscar la culpa en un lugar de mi cuerpo, en lo más profundo de mi corazón, en lo más recóndito de mi mente.

No la encuentro.

No está.

No siento culpa por lo que hice, ni remordimiento. Estoy vacía. Incluso el hombre se parecía a mi padre e igual lo hice, apreté el gatillo. Terminé con la vida de un inocente y no fue en las circunstancias de los juegos.

Pero no siento nada. ¿Por qué no siento nada?

Cuando veo a Peeta entrando acompañado de un guardia lo entiendo. Lo hice por él, para que dejaran de torturarlo. Y lo habría hecho por mi hermana, por Johanna, por mis amigos. Lo hubiera hecho por Finnick sin dudar un instante.

¿Eso me hace una mala persona?

La reja de mi celda se abre, el rubio entra tambaleante pero rápidamente lo tomo entre mis brazos y lo ayudo a sentarse en la especie de colchón que hay contra la pared.

El guardia se va sin decir nada, me concentro en Peeta. Se encuentra más desnutrido que la última vez, sus pómulos se marcan demasiado, tiene dificultad para abrir los ojos y no para de temblar.

—Peeta... —digo en voz baja—. Peeta, ¿me escuchas?

Formula una respuesta que no consigo comprender. Coloco su cabeza encima de mis piernas y aparto algunos mechones rubios algo descoloridos de su frente.

—Peeta... háblame.

—Ve...nus... —su voz suena entrecortada.

—Aquí estoy, ya pasó —afirmo—. Estamos juntos.

—¿Qué... qué hiciste?

—¿Qué sientes? ¿Te duele algo? —ignoro su pregunta.

Incluso Peeta en el estado en que está sabe que algo tendría que haber pasado para que estemos los dos en la misma celda.

—Frío... —murmura—. Ten...go...frío.

Sus ojos intentan abrirse pero no lo consigue, toco su frente y la piel expuesta de sus brazos, tiene la temperatura algo baja. A pesar de que revise la celda, no hay nada que sirva para proporcionarle calor.

Sin pensarlo dos veces, coloco a Peeta de lado, me pongo detrás de él y rodeo su torso con mis brazos. Es lo único que se me ocurre para que deje de temblar, para que recupere algo de temperatura corporal.

—¿Qué... haces?

—Siendo tu estufa humana —bromeo.

—Venus... ¿Qué hiciste?

—Nada.

Pero antes de que pueda escucharlo ya está dormido... o desmayado.

✦✦✦

—Venus...

Escucho mi nombre a lo lejos.

—¿Vee?

Me remuevo, los párpados me pesan al igual que todo el cuerpo. Siento demasiado calor, pero al abrir los ojos lo primero que veo es un camisón blanco.

La noche debe haber caído, porque la celda está más oscura. Peeta gira lentamente hasta posicionarse de frente a mi cara. Siento su aliento cálido haciendo cosquillas en mi nariz.

La Sirena del Capitolio | Finnick OdairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora