En un pueblo tranquilo, vive Denise, una chica que está harta de su entorno y cotidianidad. Trabaja en una librería reconocida, pero ella desea salir de allí y conocer más allá de su pueblo, alejarse de todas las personas que considera aburridas.
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Ningún vehículo como Rocinante
Después de desayunar en la casa de Icarus, una gran duda se me vino a la mente, ¿cómo iré a mi casa? Mis pies seguían adoloridos, no quiero usar esas zapatillas de tacón y volver al pueblo caminando. Volví a ponerme mi vestido blanco, tuve que dejar mi cabello suelto, no creo tener el tiempo para arreglármelo, aunque por lo menos no está alborotado. Me coloqué las zapatillas, gemí de dolor al hacerlo.
«Vamos, Denise, aguanta el dolor, tú puedes hacerlo», me dije antes de salir de la habitación de Icarus, con mi celular dentro de mi sujetador. Cuando caminé por el pasillo, él estaba viendo su celular, lo vi vestido con una camisa negra, unos pantalones grises y una gabardina del mismo color; tenía su máscara en la cabeza, se la iba a poner. Icarus levantó la mirada y dijo:
―¿Ya estás lista?
―¿Por qué estás vestido como si fueras a salir? ―pregunto.
―Te llevaré a tu casa, luego seguiré derecho hasta la casa de mi tío Iván. No es una ruta que use mucho para ir a su casa, pero no me queda tan lejos ―habla con voz relajada.
―¿Me vas a llevar a mi casa? ―repito sin creérmelo―. Ya me estaba preparando mentalmente para caminar sola.
Icarus mira mis pies.
―¿Con esos zapatos? Ni hablar, no te dejaré caminar ―lo dice con una sonrisa.
Mi mente maquinó de otra manera, esa frase final de él es muy parecida a la que he leído de mis amores literarios cuando están a punto de acostarse con la protagonista, imaginarme a Icarus en esas situaciones, admito que no le queda ese rol, pero tampoco se vería mal.
―¿Vamos en tu carreta? ―pregunté, intentando alejar mis pensamientos obscenos.
―Para nada, no hay necesidad de hacer que Rocinante se la lleve, no voy a repartir leña el día de hoy, quiero evitar otra posible lluvia. ―Vuelve a mirar la ventana―. Deberías ponerte las pantuflas, así aprovechas y te las llevas.
Me quedé pensativa, aunque no me tomó mucho tiempo para decirle:
―No hace falta, será mejor que se queden aquí, en mi casa no tengo necesidad de usarlas. ―Y antes de que sacara conclusiones, añadí―: Me gustaría usarlas aquí cada vez que vengo, ya van unas cuantas veces que la lluvia me ha frenado.
Miró hacia un lado, reflexionando, veo con fascinación sus ojos, si me hubiesen dicho hace cuatro meses, que me iban a encantar unos ojos marrones comunes, me hubiese reído con ganas, ya que asociaba ese color con los míos. No solo me atrae el brillo en su mirada, sino también aquel abanico de pestañas rizadas que les decoran. Él vuelve a mirarme y me sonríe con cariño.