Capítulo 2

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El asentamiento de nuestra manada estaba en Elkmont, en el estado de Tennessee. El pueblo, si es que se le podía llamar así, no era más que un par de calles asfaltadas donde se concentraban varios negocios, la escuela y el edificio principal de las asambleas. El resto de edificios estaban prácticamente abandonados y en lamentable estado de conservación. La mayoría prefería vivir dispersada por los alrededores, en casas bajas rodeadas por sus propios terrenos y con pocos vecinos a la vista. Es una de las cosas que siempre me habían resultado irónicas de vivir en manada, que al final todos parecían anhelar la soledad de un modo u otro.

Caminé con la cabeza agachada y las manos en los bolsillos de mi sudadera hasta la tienda de Frank, un hombre robusto de cejas pobladas y aspecto huraño. Era una persona de pocas palabras, siempre lo había sido. Sin embargo, por alguna extraña razón, creo que era de los pocos a los que me sentía conectada dentro del clan. Tal vez fuera el hecho de que ambos parecíamos detestar el contacto con el resto del mundo. O tal vez sólo fueran imaginaciones mías. Pero en cualquier caso, Frank Miller, era de los pocos miembros del clan que toleraba mi presencia. Además compartíamos una pasión por la lectura, sobre todo libros de historia y tradiciones, y de vez en cuando el viejo Frank me conseguía algún libro antiguo que mezclaba con las entregas de mi madre o que me dejaba al pasar por casa cuando venía a comer uno de los famosos estofados de mi abuela.

Al abrir la puerta de la tienda, la campanilla de latón anunció mi entrada con un tintineo metálico. Frank ni siquiera levantó la mirada del periódico que tenía entre las manos, aunque su nariz se arrugó ligeramente, un gesto sutil que indicaba que había detectado mi presencia. No me sorprendió su reacción; los miembros más fuertes de la manada poseían sentidos tan agudos que podían identificar con facilidad el aroma de los demás, y el mío, al parecer, era particularmente distintivo y digamos que un tanto desagradable para muchos. Sin decir palabra, señaló hacia la trastienda con un gesto de cabeza dándome a entender donde reposaba el paquete que yo había venido a buscar.

Me dirigí a la parte trasera de la tienda y localicé con facilidad un paquete envuelto en papel marrón, etiquetado con el nombre de mi madre. Recogí el bulto y me dispuse a salir justo cuando oí de nuevo la campanilla de la entrada.

— ¡Eh, viejo Miller! — aquella voz ronca me congeló en el acto, impulsándome a esconderme detrás de la cortina polvorienta de la trastienda — ¿Han llegado ya las invitaciones?

La silla de Frank chirrió al ser arrastrada sobre los viejos tablones de madera y escuché sus pasos lentos y pesados.

— Aquí tenéis — su voz sonó especialmente brusca.

— Apúntame a mí esto — dijo otra voz.

— Ya no apuntamos.

— Nosotros siempre hemos comprado fiado — dijo la voz con arrogancia.

— Ya no apuntamos a nadie — replicó Frank con firmeza.

— Vamos, chicos, pagad y salgamos de aquí — intervino una voz femenina tratando de aliviar la tensión.

Las risas se mezclaban con murmullos de fondo, y, superada por la curiosidad, me asomé ligeramente para ver quiénes eran el resto. Estúpido error. Las viejas tablas del suelo crujieron bajo el peso de mi cuerpo. Contuve la respiración rezando a la luna todas las plegarias que conocía, pero ya era demasiado tarde.

— Vaya, vaya, mirad a quién tenemos aquí — dijo Katari.

El primogénito de nuestro alfa apareció frente a mí haciéndome retroceder instintivamente. Pero Qhari, el hijo del beta, ya estaba a su lado y ambos me bloqueaban el paso con sus imponentes figuras. Katari Axnu y Qhari Hawk tenían un par de años más que yo. Ambos eran morenos y llevaban el pelo recogido en una coleta. Vestían igual, hablaban igual, y siempre iban juntos como antes lo habían hecho sus padres. Podrían haber pasado por gemelos, si no fuera porque Katari era casi una cabeza más alto que Qhari. Arrogantes y déspotas, su mayor divertimento desde que tenía memoría había sido hacerme la existencia insoportable.

— ¿Te escondías de nosotros pequeña Walker? — preguntó Qhari con sorna.

Me mordí la lengua y agaché la cabeza apartando la mirada de ambos. Años de experiencia me habían enseñado que era mejor así.

— ¿Te ha comido la lengua el lobo? — bromeó Katari, provocando la risa de sus amigos.

Ignorando sus burlas y armándome de valor, me abrí paso entre ellos. Al rozarlos, sentí un calor inusual, más intenso de lo normal. En ese momento, todo encajó: la expectación en el aire, las caras desconocidas que habían empezado a aparecer más a menudo por el pueblo, el ajetreo en la tienda de Frank durante las últimas semanas.

Era la época de emparejamiento, y el cónclave de manadas estaba a punto de celebrarse. Me apresuré al mostrador, dejando el dinero por el paquete de mi madre y salí de allí lo más rápido que pude. Sentía que me asfixiaba. Necesitaba alejarme cuanto antes del pueblo y volver a refugiarme en la seguridad que me proporcionaba mi hogar. Lejos del resto de los de mi especie. Lejos de todo lo que me recordaba que yo nunca sería como ellos.

El cónclave de manadas era un encuentro bianual que reunía a todos los clanes. Durante una semana, las manadas alardeaban de sus riquezas, sus grandes guerreros, nuevas transformaciones o nacimientos que demostraban su potencial de expansión. Pero lo más importante, el gran culmen, era la noche de emparejamientos. Durante la ceremonia, todos los hombres y mujeres de cada manada en edad de emparejarse se internaban en el bosque en busca de su vínculo, su pareja. Las mujeres que fueran reclamadas pasarían a formar parte de la manada del lobo que las escogiese, aumentando así el clan.

Las reglas eran sencillas: una vez el vínculo se forma es sagrado, no se puede romper. Por lo demás, no había reglas. Los lobos más fuertes podían pelear a muerte para conseguir a la mejor luna, o acabar con la vida de las mujeres más débiles para impedir que algún idiota se emparejara con ellas y trajera la desgracia a la manada. En definitiva, una auténtica tortura para alguien como yo, una apestada para cualquier manada, una mujer que había llegado a la edad de emparejamiento y no se había transformado.

Genial. El día no hacía más que empeorar. 

 

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Tayen, la leyenda de las Lunas [Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora