Cuenta la leyenda que cada mil años nace una luna tan fuerte y salvaje que ningún alfa puede controlarla. Una auténtica líder que amenaza las costumbres patriarcales que han imperado en nuestros clanes generación tras generación. Una luna destinada...
La noche caía como un manto oscuro sobre la casa, y en su interior, yo luchaba una batalla contra mi propia esencia. Podía intuir las voces preocupadas de mi madre y de mi abuela resonando de fondo como un eco distante, pero el pesado velo que nublaba mis ojos me impedía ver sus rostros. A ratos, el llanto ahogado de mi madre rompía la quietud de la habitación, un sonido que ella luchaba por ocultar, y que yo en toda mi vida rara vez había escuchado. Mi madre siempre había sido una mujer fuerte, luchadora, y saber que ahora sufría por mí de esta manera me partía el corazón en mil pedazos. Sentía sus manos temblorosas colocando paños fríos sobre mi piel que ardía sudorosa y febril, mientras el olor de hierbas y corteza de sauce quemándose llenaba la habitación. Sabía que aquella melodía acompasada provenía de la garganta de mi abuela, intentando purificar el aire con el intenso aroma de la naturaleza.
Quería hablarles, tratar de tranquilizarlas. Pero dentro de mí, una fuerza poderosa se retorcía y luchaba por emerger, desgarrándome por dentro mientras buscaba su camino hacia la superficie. El dolor era abrumadoramente insoportable, una tortura que lenta pero inexorablemente consumía cada fibra de mi ser. No me resistí. Dejé que mi alma se fundiera lentamente con la del animal feroz que pugnaba por liberarse dentro de mí y tomar el control. Comencé a sentir cada célula de mi cuerpo vibrar, cada músculo tensarse, estirarse y volver a contraerse. Mis sentidos se agudizaron hasta el extremo, los suaves cánticos de mi abuela parecían ahora un ensordecedor coro y hasta el más mínimo aleteo de un insecto sonaba como si un tornado acabara de desatarse dentro de mi cabeza.
La transformación se apoderó de mí. No me importaba el dolor lacerante ni el calor abrasador que emanaba de cada poro de mi piel. Era como si, por fin, me sintiera completa, auténticamente yo. Quería que el proceso concluyera, quería correr hacia el bosque, cruzar el río y perderme en la libertad de la naturaleza salvaje. Pero entonces, una nueva oleada de dolor me sacudió violentamente, provocando convulsiones que me hicieron retorcerme sobre la cama. Las voces de mi madre y mi abuela se hicieron más profundas, murmurando cánticos antiguos a mi alrededor, tratando de sostenerme para que no me lastimara a mí misma. Dejé de escuchar los sonidos del exterior. Todo lo que podía percibir en aquel momento era el sonido aterrador de mis huesos, rompiéndose y tomando nuevas formas, reconfigurándose para dar cabida a mi nuevo yo. Intenté gritar, pero de mi garganta solo emergió un aullido desgarrador que rompió la calma de la noche. Y luego, la oscuridad me reclamó una vez más y perdí la consciencia.
Cuando mis ojos se abrieron lentamente, apenas tardaron unos segundos en ajustarse a la penumbra que inundaba la habitación. Respirar me costaba un esfuerzo sobrehumano, como si mi cuerpo se estuviera acostumbrando de nuevo a ese proceso tan natural. Permanecí inmóvil unos segundos, temerosa de enfrentarme a la realidad de mi nueva forma. Pero la curiosidad venció al miedo, y con un movimiento tembloroso, retiré las sábanas que cubrían mi cuerpo. Para mi sorpresa, y ligera decepción, todo parecía normal. Mis piernas, mis manos, mi rostro, todo seguía exactamente como lo recordaba. La habitación, sin embargo, no había tenido tanta suerte. Había arañazos en las paredes, sillas y estanterías volcadas, libros destrozados por el suelo. Era como si un tornado hubiera pasado por allí. O más bien un animal salvaje y completamente fuera de control..
Me incorporé con dificultad, aún debilitada y febril. Mis sentidos agudizados reaccionaron poniéndome alerta cuando la puerta de la habitación se abrió con un chirrido. Instintivamente, mostré los dientes en señal de ataque. No lo pude contener, simplemente sucedió. Pero mi tensión se desvaneció al reconocer la robusta figura de John en el umbral.
Mi mejor amigo se quedó plantado debajo del marco de la puerta, con la mano aún sobre el picaporte. No sabía distinguir con claridad qué es lo que percibía en su mirada. Miedo, alivio, dolor... Recorrió todo mi cuerpo de arriba abajo, escaneándome detenídamente.
— ¿Te duele algo? — preguntó al fin.
Por alguna extraña razón su voz me sonó... ligeramente diferente.
¿Me dolía algo? Miré mi cuerpo. Mis piernas, mis brazos. Me levanté la camiseta para observar mis costillas. Ningún moratón. Ningún corte. Nada.
Negué lentamente.
— Bien — dijo, con voz imperturbable mientras comenzaba a revolver los cajones y a meter mis cosas en un par de macutos — Veo que has estado redecorando.
Observé mi habitación. O lo que quedaba de ella. ¿De verdad íbamos a bromear sobre esto?
— ¿Vas a parar y decirme qué cojones está pasando? — dije siguiéndolo con la mirada mientras él se movía por toda la habitación.
— Luego. Ahora no.
Me crucé de brazos. Ahora no. Esto debía ser una broma. Una de muy mal gusto de hecho. Sentí el irrefrenable deseo de lanzarme sobre mi amigo y arrancarle la cabeza de un bocado. La imagen en mi mente fue tan real que me alejé de John todo lo que pude hasta que mi espalda chocó contra la pared del dormitorio y tuve que pestañear un par de veces para sacarla de mi cabeza. Mierda. Tenía que aprender a controlar esos impulsos o acabaría por comerme a alguien. Tragué saliva.
John terminó de llenar las mochilas y se las echó a la espalda.
— Nos vamos.
— ¿Qué? — fue lo único que fui capaz de articular.
Mi mente aún estaba nublada por la fiebre, pero para cuando quise reaccionar John ya había abandonado mi habitación.
Le seguí al exterior, donde el frío aire de la noche golpeó mi piel demasiado caliente. Frank estaba al volante de su Ford-F roja mientras su hijo cargaba la parte trasera con una urgencia que me alarmó.
— Tayen vamos ¡Sube a la camioneta! Este lugar ya no es seguro — Frank se inclinó hacia el asiento del copiloto y abrió la puerta desde dentro.
No me moví del porche.
— ¿Seguro para quién? ¿Dónde están mi madre y mi abuela? ¡Qué diablos está pasando!
John cruzó el espacio entre la camioneta y la puerta de mi casa en un abrir y cerrar de ojos, me agarró del brazo y me arrastró hacia el vehículo a toda velocidad.
— ¡John! — le grité tratando de zafarme de su agarre — ¡Qué cojones...!
No pude terminar la frase. Una nueva llamarada de dolor se encendió dentro de mí, provocando otra convulsión. Sentí los fuertes brazos de mi amigo sujetándome mientras clavaba una aguja en mi cuello.
— Lo siento, bichito — susurró con un tono que rozaba la desesperación — No tenemos tiempo para esto.
Mi visión se volvió borrosa, y en cuestión de segundos, caí en un abismo de inconsciencia, arrastrada por unas circunstancias que escapaban a mi control y entendimiento.
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