Me levanté agotada, como si durante la noche realmente hubiera corrido a través del Parque Nacional de las Grandes Montañas Humeantes tanto como en mis sueños. Arrastrándome fuera de la cama, miré el reloj sobre la mesita de noche. Eran las ocho. Caminé hacia la ventana, abriéndola para observar el exterior. Una cortina de lluvia caía implacablemente, formando charcos que empezaban a inundar el suelo que rodeaba la casa. Parecía que no hubiera dejado de llover en toda la noche. Era extraño; el tiempo había sido inmejorable durante semanas, algo inusual por estas tierras, pero esta mañana de principios de verano el cielo estaba completamente encapotado, como un mal presagio.
Me dirigí al baño, dejé mi móvil en altavoz para poder escuchar mi spotify y me sumergí bajo el chorro de la ducha dejando que el agua caliente lavara el cansancio de mis músculos. La casa estaba inusualmente silenciosa, demasiado para ser un sábado por la mañana. Normalmente mi madre solía aprovechar para hacer inventario, y su ajetreo abriendo y cerrando armarios y cajones era un repiqueteo constante con el que me había acostumbrado a vivir de fondo. Hoy, sin embargo, la calma reinaba en casa.
De pronto mi corazón se paralizó. Envuelta solo en una toalla, corrí hacia la cocina. Mis manos, aún húmedas, agarraron el calendario colgado al lado del frigorífico. Mis ojos se abrieron como platos al confirmar la fecha: era hoy. La primera luna llena de verano iluminaría el cielo esta noche. ¿Cómo había podido olvidarlo?
Con urgencia, volví a mi cuarto, echando un vistazo al reloj que ahora marcaba casi las diez. Mierda. Había desatendido mis tareas para la celebración. Si me daba prisa, aún podría llegar antes de que cerraran las puertas del gran caserío y fingir que había estado trabajando en las cocinas o en algún otro lugar apartado de la vista. Tal vez no hubiesen notado mi falta. Me vestí rápidamente, cogiendo los vaqueros que estaban sobre el escritorio y una camiseta del cesto de la ropa para planchar. Me puse una cazadora de algodón y el primer par de botas que encontré en el vestíbulo.
Corrí por el llano, enfrentándome al frío manto de lluvia que me golpeaba el rostro. Atravesé el puente sobre el río, que rugía caudaloso a su paso, y tomé la vereda que rodeaba el pueblo hasta el gran caserío principal.
La lluvia y el barro habían ralentizado mi camino, pero afortunadamente las enormes puertas de madera aún estaban abiertas. Desde mi posición bajo el pórtico, podía ver a la multitud reunida en el patio central, buscando refugio de la tormenta bajo los arcos que rodeaban la vivienda. Desde mi posición bajo el pórtico, podía ver a la multitud reunida en el patio central, buscando refugio de la tormenta bajo los arcos que rodeaban la fortaleza.
Hombres de trajes oscuros y bien cortados se agrupaban en pequeños círculos, hablando unos con otros y saludándose con gestos solemnes. Reconocí a algunos de ellos, eran alfas de manadas vecinas, a otros no los había visto nunca. A su alrededor había betas y guerreros de élite, luciendo uniformes de cuero curtido con insignias bordadas en sus pechos que denotaban su rango y lealtad. Sus posturas eran firmes, el porte recto, imponentes. Las mujeres, por su parte, lucían magníficas. Vestidos largos y vaporosos ondeaban con la suave brisa de la tormenta. Charlaban en pequeños grupos, sin alejarse mucho de sus maridos, mostrando sonrisas contenidas y haciendo sutiles inclinaciones de cabeza en señal de respeto hacia los otros alfas que se paseaban por la escena.
En un rincón apartado, un grupo de curanderos de distintas manadas intercambiaban conocimientos con otros de diferentes territorios. Sus vestimentas eran más discretas, pero el respeto que se les tenía era evidente en la forma en que todos les hacían un leve espacio cuando pasaban cerca de ellos. Observaban la reunión desde su esquina, con gestos tranquilos y atentos, mientras sostenían pequeñas bolsas de hierbas sagradas y frascos de aceites curativos.
Más allá, los más jóvenes se agrupaban entre ellos, los que aún no se habían comprometido a una manada o estaban a la espera de la ceremonia de emparejamiento. Algunos flirteaban, riendo entre susurros y miradas cómplices, tratando de conocerse antes de las formalidades que el evento exigía. Para ellos, aquello seguía siendo una oportunidad, un lugar donde el destino podría unirlos con su futuro compañero o compañera de vida. El bullicio de sus risas resonaba en el aire, aunque a menudo se interrumpía cuando alguien más experimentado pasaba cerca, devolviéndolos momentáneamente a la realidad.
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Tayen, la leyenda de las Lunas [Editando]
Hombres LoboCuenta la leyenda que cada mil años nace una luna tan fuerte y salvaje que ningún alfa puede controlarla. Una auténtica líder que amenaza las costumbres patriarcales que han imperado en nuestros clanes generación tras generación. Una luna destinada...