Capítulo 32; Los deseos de la carne.

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Samuel durmió poco, después de pasar por casa de sus padres, y saludar a su madre, se enteró que Aníbal estaba de viaje, cenó con Ana y pese a sus insistencias decidió marcharse a la iglesia. La noche fue larga y aunque Ámbar le había marcado en un par de ocasiones, decidió que lo mejor era no responderle, aunque intentara batallar contra todo lo que estaba sucediendo no podía, así mismo como no podia evitar la culpa y el remordimiento.

¿Sería buena idea solicitar su retiro?

¿Sería mejor solicitar que lo enviaran fuera de la ciudad?, ¿del país?

Se sentía hipócrita, estando allí como representante de la divinidad de Dios, mientras lo consumían los deseos de su carne. Porque no podía mentirse, deseaba a Ámbar con cada fibra de su piel, y hubiese querido quedarse a su lado, abrazada a ella toda la noche, envuelto en la bruma que produce hacer el amor.

Pero la llegada de su madre había sido una bofetada moral, un recordatorio de que él no podía comportarse de aquella manera y nuevamente la culpa lo consumió, porque su madre, precisamente ella, lo habia educado sin permitirle olvidar ni por un instante que él era un escogido de Dios.

Se levantó al alba para dedicarse a sus plegarias, necesitaba aliviar un poco el peso de su corazón para así poder oficiar la misas dominicales y todo aiba bien, hasta que la vio, allí en medio de los feligreses, con esos preciosos ojos que lograban perturbarlos como nada más en el mundo. Pero Ámbar no conocía de límites, una vez más se formó para comulgar, y cuándo estuvo frente a él lo miró a los ojos y le susurró;

—Necesito que...

—Necesito tiempo—le cortó impidiéndole hablar. Los ojos de Ámbar se llenaron de dolor—el cuerpo de Cristo— dijo en voz alta.

—Amén— logró pronunciar antes de que su voz se quebrara.

Para Ámbar era claro que Samuel estaba levantando nuevamente una enorme pared entre ellos y no podía permitirlo, no podía perderlo...

Al llegar a casa sintió un terrible peso en su pecho. Su celular timbró reclamando su atención, y hurgó desesperada en el bolso esperando que fuese Samuel... No era él.

—Hola, papá — respondió atendiendo la llamada.

—Ámbar, ¿cómo estás?

—Bien, muy bien— contuvo un suspiro de frustración — ¿y ustedes?

—Muy bien, mañana tomaremos un vuelo a Australia, estaremos allí por quince días, estaré tomando algunas fotografías y videos, quizás le interese a algun medio.

—Eso suena bastante bien. ¿Cómo está mi madre?

—Triste por separarse de tu hermano, pero feliz por la nueva aventura — Ámbar no se extraño, su madre era así, siempre había dejado en claro que tenía un hijo favorito. —te llamaba porque después de Australia, nos gustaría visitarte.

—Eso si es un verdadero milagro.

—Vamos Ámbar, sin sarcasmos. —le advirtió.

—Bien... me he mudado, el apartamento en el que vivía con William me ha quedado muy grande para mi sola.

—No te preocupes, nos hospedaremos en un hotel.

—No lo decía por eso, papá, saben bien que dónde yo esté, son bien recibidos, era solo para recordarles que sería un lugar más pequeño.

—No, no debes angustiante, haremos una reservación.

—Pero...

—No insistas, tendremos privacidad y respetaremos la tuya.

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